Lo que un viejo Buick dice de la historia de Cuba
La primera imagen que sorprende al viajero que debuta en La Habana es la de esa flota inmensa de viejos coches americanos que continúan rodando por las traqueteadas calles de la ciudad. Son miles, decenas de miles de viejos modelos Ford, Cadillac, Chevrolet, muchos de ellos pintados de rosa, de amarillo y de todos los colores imaginables. Pero además de su belleza y de ser símbolos del tiempo detenido, estos vehículos poseen hoy otro denominador común: ser la fuente de sustento de sus propietarios.
La mayoría son verdaderos Frankensteins, remotorizados con bloques diésel y piezas adaptadas de Ladas y Moscovichs rusos o de coches de otras marcas, que hacen de taxis ruteros. Estos son los almendrones, que suelen presentar un estado calamitoso. Pero existen unos cientos de coches, en su mayoría descapotables y clásicos, que se conservan en buen estado y en los que sus dueños pasean a los turistas por La Habana, a 30 pavos la hora.
Las historias de algunos de estos coches y de sus propietarios son fabulosas, como la de William, nieto del general mambí Jacinto Hernández, cuya aventura vital constituye un pequeño resumen de la historia de Cuba. Nacido en Tenerife, en una casa más que pobre, para escapar de la miseria Jacinto emigró a Cuba allá por 1875 y, antes de acabar el siglo, ya era alcalde del pueblo de San Antonio de las Vegas. Al estallar la última guerra de Independencia, en 1895, se pasó al bando mambí con un centenar de hombres y por sus méritos terminó la guerra con el grado de general. Su prestigio fue en aumento como alcalde de la rica localidad de Güines, y no tardó en saltar a la política como representante del Partido Liberal.
Mientras maneja su Buick convertible 1950 Super Dynaflow, William cuenta la historia de su abuelo Jacinto y el oyente queda extasiado: pasa la cintura del malecón por el espejo retrovisor cuando Jacinto decide retirarse del Congreso en 1913 y regresa a San Antonio. “Se dedicó al cultivo de la caña de azúcar y también producía leche en una vaquería que heredó el penúltimo de sus hijos, Rubén Hernández, mi padre”, explica William. Allá por 1929 Jacinto edificó la casona de campo en la que viven ahora William y su familia. Allí, el 8 de mayo de 1951, el general mambí falleció “en el cuarto matrimonial” de “senilidad sin demencia”, según consta en el acta de defunción. Meses antes de su muerte, Rubén se escapó una mañana a La Habana y regresó con el Buick descapotable, un lujo que se dio. “Era su niña linda, no dejaba que nadie lo tocara”, enfatiza William. Aquel vehículo era para Rubén la encarnación del esfuerzo y el éxito familiar y solo en ocasiones especiales lo sacaba.
Pero llegó 1959 y parte de las 335 hectáreas de tierra que el general dejó a sus hijos fueron expropiadas. La prosperidad familiar desapareció, aunque Rubén siempre preservó aquel coche como el testimonio de un pasado feliz. Una enfermedad lo dejó postrado en los años setenta, y el coche quedó guardado durante 14 años en un garaje hasta que, en 1989, antes de morir, se lo dejó en herencia a William.
Aunque fiel a ese pasado y a ese espíritu, el Buick de William ya no es el de antes. Las llantas son modernas, traídas de Miami. Los frenos son de Peugeot. Hace unos años le instaló un motor diésel Toyota que le vendió el Estado, aunque para ello tuvo que entregar el original, de gasolina, una ruina para el negocio del taxi. Como es mecánico de formación, él mismo se ocupa de los arreglos, que son caros y engorrosos: “Desde 1960 no entra un solo repuesto, todo son inventos, pero mi carro nunca me ha fallado”, dice. Con lo que saca paseando turistas vive toda
El nieto de un héroe de la independencia pasea por La Habana un símbolo del tiempo detenido
su familia, y son unos cuantos. Algunas tardes, cuando se pone el sol, con el codo en la ventanilla William recorre La Habana y cuenta a sus clientes la historia de Jacinto y de su fabuloso Buick. “Aunque muchos son norteamericanos y no entienden todo lo que simboliza y representa, ellos ni pestañean”.