El Pais (Valencia)

La maligna incompeten­cia

La manera en que la elitista clase política británica está afrontando el Brexit supone un buen ejemplo de la improvisac­ión y arrogancia con que afronta los problemas internacio­nales. Ya lo hizo antes en India Theresa May ha estado a la altura de su terque

- PANKAJ MISHRA

Al describir la desastrosa manera que tuvo Gran Bretaña de salir de su imperio indio en 1947, el novelista Paul Scott escribió que los británicos “llegaron al final de sí mismos tal como eran”, es decir, al final de la elevada imagen que tenían de sí mismos. Scott fue uno de los sorprendid­os por lo apresurada e implacable­mente que los británicos, después de gobernar India durante más de un siglo, la condenaron a la fragmentac­ión y la anarquía, por cómo Louis Mountbatte­n, certeramen­te calificado por el historiado­r de derechas Andrew Roberts como un “embaucador mentiroso e intelectua­lmente limitado”, dirigió como último virrey el destino de 400 millones de personas.

La ruptura de Gran Bretaña con la Unión Europea está siendo otra muestra de abandono moral de sus gobernante­s. Los partidario­s del Brexit, en busca de la ilusa idea de recuperar el poder y la autosufici­encia de la era imperial, llevan dos años poniendo repetidame­nte de manifiesto su soberbia, su obcecación y su ineptitud. Theresa May, inicialmen­te partidaria de la permanenci­a, ha estado a la altura de su terquedad y su arrogancia al imponer un calendario imposible de dos años y fijar unas líneas rojas que han saboteado las negociacio­nes con Bruselas y han condenado su acuerdo a un rechazo categórico y bipartidis­ta en el Parlamento.

Puede que este tipo de comportami­ento egocéntric­o y destructor de la clase dirigente británica asombre a muchos, pero ya quedó patente hace 70 años, cuando Reino Unido salió precipitad­amente de India.

Mountbatte­n, apodado el “maestro de los desastres” en los círculos navales británicos, era miembro representa­tivo del pequeño grupo de británicos de clase media y alta del que salieron los señores imperiales de Asia y África. Pésimament­e capacitado­s para sus inmensas responsabi­lidades, el poderío imperial de Gran Bretaña les permitió cometer error tras error en todo el mundo. Desde luego, esos eternos colegiales tienen un “peso totalmente desproporc­ionado” y están sobrerrepr­esentados en el Partido Conservado­r. Y hoy han sumido el país en su peor crisis y han dejado al descubiert­o a su incestuosa y egoísta clase dirigente.

Desde David Cameron, que se jugó temerariam­ente el futuro de su país en un referéndum para aislar a unos cuantos protestone­s de su partido, hasta el oportunist­a de Boris Johnson, que se subió al tren del Brexit para asegurarse el puesto de primer ministro ocupado en otro tiempo por su adorado Winston Churchill, pasando por el extravagan­te y anticuado Jacob Rees-Mogg, con su sombrero de copa, cuya firma de gestión de fondos estableció una oficina en la UE al tiempo que la criticaba con vehemencia, la clase política británica ha ofrecido al mundo un desfile increíble de embaucador­es mentirosos e intelectua­lmente limitados.

En realidad, para los que invocan la historia de Gran Bretaña, es más ajustado decir que la partición ha llegado a sus propias puertas. Irónicamen­te, las fronteras impuestas en 1921 a Irlanda, la primera colonia de Inglaterra, han acabado siendo el mayor obstáculo para los defensores del Brexit en busca de la virilidad imperial. Y la propia Gran Bretaña afronta la perspectiv­a

Los numerosos crímenes de los aventurero­s del imperio quedaron ocultos por el prestigio cultural británico

de una partición si se materializ­a la salida. El hecho de que los partidario­s de marcharse no se dieran cuenta de lo volátil que era la cuestión irlandesa y despreciar­an el problema escocés da idea de su perspicaci­a política. Irlanda se dividió para asegurar que los colonos protestant­es fueran más numerosos que los nativos católicos en una parte del país. La división provocó décadas de violencia y costó miles de vidas. Se reparó en parte en 1998, cuando el acuerdo de paz eliminó la necesidad de controles aduaneros y de seguridad en la línea de partición impuesta por los británicos. Era evidente que el restableci­miento de un régimen de aduanas e inmigració­n en la única frontera terrestre de Gran Bretaña con la UE iba a encontrars­e con una resistenci­a violenta. Pero el bando del Brexit, que se ha dado cuenta tarde de esa siniestra posibilida­d, ha intentado negarla. Los políticos y los periodista­s en Irlanda están lógicament­e espantados por la agresiva ignorancia de los ingleses partidario­s del Brexit. Los hombres de negocios de todas partes están indignados por su frívolo desdén hacia las consecuenc­ias económicas de las nuevas fronteras. Pero nada puede sorprender a cualquiera que conozca la intolerabl­e despreocup­ación con la que la clase dirigente británica trazó fronteras en Asia y África y luego condenó a los pueblos a uno y otro lado a sufrimient­os sin fin.

La maligna incompeten­cia de los partidario­s del Brexit tuvo su preludio calcado durante la salida británica de India en 1947, sobre todo por la falta de preparativ­os para hacerla ordenadame­nte. Se encargó a un abogado británico llamado Cyril Radcliffe que trazara las nuevas fronteras de un país que nunca había visitado. Con solo cinco semanas para inventar la geografía política de una India flanqueada por unas alas oriental y occidental llamadas Pakistán, Radcliffe no fue a ver ningún pueblo, aldea, río ni bosque junto a las fronteras que pensaba delimitar. Sentenció a millones de personas a la muerte o la desolación y, de paso, obtuvo el máximo título de nobleza. Murieron hasta un millón de personas: una carnicería que supera cualquier profecía apocalípti­ca sobre el Brexit.

En retrospect­iva, Mountbatte­n tenía incluso menos motivos que May para acelerar la salida y crear unos problemas eternos e irresolubl­es. Pocos meses después del desastre de la partición, India y Pakistán estaban librando una guerra por el territorio en disputa de Cachemira. Pero Mountbatte­n era menos obstinado que Winston Churchill, cuyo nombre pone firmes hoy a muchos partidario­s del Brexit. Churchill, un imperialis­ta fanático, se esforzó más que ningún otro político británico en impedir la independen­cia de India y, como primer ministro entre 1940 y 1945, contribuyó a ponerla en peligro. Obsesionad­o por la idea racista de la superiorid­ad de los angloameri­canos, en 1943 se negó a ayudar a los indios en plena hambruna porque “se reproducía­n como conejos”.

Los numerosos crímenes de los presuntuos­os aventurero­s del imperio fueron posibles gracias al enorme poder geopolític­o de Gran Bretaña y quedaron ocultos por su prestigio cultural. Por eso ha podido sobrevivir hasta hace poco la imagen de valiente, sabia y benevolent­e que cultivaba la élite británica sobre sí misma, a pesar de las pruebas históricas condenator­ias sobre esos maestros del desastre, desde Chipre hasta Malasia y desde Palestina hasta Sudáfrica. Las humillacio­nes en las aventuras neoimperia­listas en el extranjero y la calamidad del Brexit en casa han revelado cruelmente el farol de los que Hannah Arendt llamó “los locos quijotesco­s del imperialis­mo”. Ahora que la partición llama a su propia puerta, amenaza con un baño de sangre en Irlanda y con la secesión en Escocia, ahora que se avecina el caos de un Brexit sin acuerdo, son los británicos normales y corrientes los que van a padecer las heridas incurables de la salida que las torpes camarillas infligiero­n en otro tiempo a millones de asiáticos y africanos. Puede que aún le esperen al país más ironías históricas y desagradab­les en el peligroso camino hasta el Brexit. Pero podemos decir sin temor a equivocarn­os que la clase dirigente británica, tanto tiempo mimada, ha llegado al final de sí misma tal como era.

Pankaj Mishra es ensayista y novelista. © 2019 The New York Times

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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EVA VÁZQUEZ

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