Al rescate de un olvidado de la Ilustración
La Biblioteca Nacional dedica una exposición al escritor, historiador y científico canario José Viera y Clavijo Sus estudios sobre botánica le acercan al ecologismo
Que la erudición y el estudio no tienen que estar reñidos con la ironía y el humor lo demuestra la trayectoria del polígrafo canario José de Viera y Clavijo, historiador, poeta, científico… En los numerosos retratos al óleo y grabados de la exposición que le dedica la Biblioteca Nacional, hasta el 5 de mayo, posa con gesto ligeramente burlón, con la leve sonrisa de un espíritu guasón que, tras un viaje a Roma, escribió: “El Papa también usa polvos [para maquillarse]”, sorprendido de que el Sumo Pontífice siguiera las costumbres a la moda de su época, la de la Ilustración.
Viera y Clavijo nació en 1731 en Realejo Alto, Tenerife, así que su vida transcurrió en pleno Siglo de las Luces. De familia ilustrada, mostró pronto sus dotes de lector y escritor. Con 14 años, reinterpretó el Guzmán de Alfarache, novela picaresca de Mateo Alemán, en un pequeño libro, Vida del noticioso Jorge Sargo, que además ilustró con sus dibujos. El ejemplar se exhibe en una de las vitrinas de la muestra Viera y Clavijo. De isla en continente, organizada por la BN y el Gobierno de Canarias, inaugurada anteayer por el ministro de Cultura, José Guirao.
Rafael Padrón Fernández, comisario de la exposición, subraya que el grueso de ediciones príncipes y manuscritos mostrados “han salido por primera vez de Canarias”. De las islas contó Viera y Clavijo su historia en 1772, primero de una serie de trabajos que le valieron el ingreso en la Real Academia de Historia.
Pese a ser una figura mucho menos conocida de la Ilustración española que Feijóo, Jovellanos o Campomanes —“quizás porque buena parte de su obra versa sobre Canarias”, señala Padrón—, Viera y Clavijo tuvo una dimensión internacional, gracias a que fue preceptor del hijo del marqués de Santa Cruz, lo que le permitió conocer las cortes europeas. En París contactó, entre otros, con Voltaire, al que tradujo, D’Alembert y Condorcet, prohombres que él llamaba “los oráculos del siglo”. De sus periplos por Francia, la península Itálica y los territorios alemanes dio cuenta en unos diarios redactados entre 1777 y 1781.
Del Viera y Clavijo científico destacan varias facetas. Lanzó
Fue clérigo, pero abogó por “unir razón y fe, y rechazó la superstición”
el segundo globo aerostático en España, en 1783, una pasión reflejada en un grabado del año siguiente, Fiesta de toros en el aire. Siempre curioso y observador, la contemplación de una aurora boreal en 1770 le empujó a redactar una Carta filosófica sobre este meteoro. Aunque lo que el comisario califica de “pilar fuerte” de la exposición es el ejemplar de la correspondencia que Viera y Clavijo mantuvo con el también ilustrado Antonio José Cavanilles, botánico valenciano, y especialmente el Diccionario de historia natural de las islas Canarias (1799), en su época, “un tratado vanguardista” que describe “los reinos animal, vegetal y mineral” con delicadas descripciones de las especies.
Esa sensibilidad le llevó a escribir también el poema Los aires fijos, sobre los elementos gaseosos, y un bello tratado descriptivo de la fecundación de las especies vegetales: Las bodas de las plantas (1806). Ese amor por la flora lo eleva como “un naturalista incluso con tintes ecologistas”, según Padrón. “Se llevaba las manos a la cabeza por cómo se hacía la tala de bosques en Gran Canaria”.
A medida que se recorre la exposición, el personaje no deja de sorprender. Tomó los hábitos, pero fue un clérigo que abogó por “unir razón y fe, rechazando la superstición”, una postura que levantó los recelos de la Inquisición; sus relaciones con la nobleza le salvaron. Asimismo, le interesaron las reformas sociales, sobre todo del anquilosado sistema educativo, que propuso reformar en su obra El síndico personero general (1764).
Este afrancesado y cosmopolita contó su vida en 1806, en sus memorias. En un retrato de 1812, ya anciano, meses antes de morir en Gran Canaria, se le ve en el cuadro aún con su leve sonrisa irónica, la de un ilustrado olvidado al que se quiere pagar una deuda de siglos. que dialogan porque lo tejido es pintado y lo pintado es cosido, reflexiona sobre las maravillosas alfombras del siglo XV, tejidas en Albacete, Toledo y Cuenca, donde una increíble industria con inspiración y ejecución morisca proporcionaba estos lujosos artefactos a las grandes familias. Lanceta propone el abismo entre productores y consumidores —quienes las hacían y quienes las poseían—, y con su planteamiento político aspira a abrir un camino que lleve al espectador más allá: hasta el Museo de Artes Decorativas o a los cuadros de Berruguete, donde las geometrías moriscas adornan suelos —o altares— católicos y ofrecen esos otros usos de las alfombras.
También yo, frente a este temprano trabajo de Lanceta, pienso en lo político: cuántas otras mujeres, igual que ella, han optado por no hacer lo que las modas exigían y han escondido luego sus trabajos hasta que escampara. Y cómo han salido al fin de debajo de la alfombra.