Salir de la alfombra
Las pisamos en casa, acurrucan los pies en las tardes en invierno… Luego, cuando cumplimos años, las apartamos para no tropezarnos en uno de los muchos rituales de despojamiento que impone la edad. Son las alfombras y se dan por hecho, parte de la cotidianidad del hogar o decoración para un altar un día señalado a lo sumo. Las hay en serie, hechas a mano, compradas en unos grandes almacenes, piezas exclusivas expuestas en las salas de un museo. Vamos a verlas al Museo de Artes Decorativas de Madrid o a las instituciones europeas o norteamericanas, como quien se sitúa frente una auténtica “obra de arte”.
Y lo son, aunque con frecuencia se hayan visto como objetos sin relato, un poco de circunstancia, a los cuales pocos han interpelado por tratarse de trabajos menores: cosa de artesanos. Es una reflexión parecida a la de los bordados desde la teoría de género hace 50 años: ¿eran obras menores porque los hacían las mujeres o los hacían las mujeres porque eran obras menores?
Sin embargo, las alfombras cuentan a menudo historias prodigiosas. Se trasluce en la propuesta de Lanceta, una creadora especial y obstinada, que empezó a reflexionar sobre las alfombras, los tapices, los tejidos y los tejedores a finales de la década de 1970 y que quizás solo a principios del siglo XXI ha empezado a ocupar el lugar que le corresponde en la escena artística. Demasiado adelantada a su tiempo —ocurre con algunas artistas—. Hoy mismo, sábado, a partir de las 12.00, abre en la galería Espacio Mínimo de Madrid una exposición de Lanceta, La alfombra española del siglo XV, que pese a ser un proyecto comenzado en 2004 propone muchas de esas ideas radicales que tantas mujeres de su generación han guardado discretas debajo de la alfombra hasta que escampara, esperando mejores momentos. Esos mejores momentos han llegado —al menos por ahora—, y con unos dibujos primorosos y unos tejidos