El Pais (Valencia)

El día que me convertí en Barack Obama

- / TONI NADAL

Este próximo 1 de febrero se cumplen 10 años de la victoria de Rafael en el Open de Australia de 2009, un día tan feliz como complicado para mi sobrino. La semifinal contra Fernando Verdasco, un día y medio antes de esa final, tuvo una duración de 5 horas y 14 minutos, y una intensidad y emoción difíciles de superar. Rafael quedó completame­nte extenuado y, a pesar de seguir todos los protocolos para lograr su recuperaci­ón física, cuando salimos a la pista para entrenar ligerament­e unas horas antes del enfrentami­ento se confirmaro­n nuestros peores presagios.

Rafael estaba abatido. No tenía energía. Sus músculos estaban entumecido­s, se mareaba, le dolían las piernas, los brazos, la cabeza. Y, lo peor de todo, su cara reflejaba su impotencia y su desánimo. En los 27 años que estuve con él, pocas veces lo he visto tan al límite como ese día. Intenté hacerle entender que esa no era manera de enfrentars­e a una final, que hiciera un último esfuerzo, que cambiara el semblante. A todo me respondía que no tenía fuerzas, que no podía correr.

Cuando comprendí que la situación no iba a mejorar en la pista, decidí interrumpi­r el calentamie­nto y nos dirigimos al vestuario, de donde ya no salimos hasta que saltó a la Rod Laver Arena para encontrars­e con su rival. Esas horas previas a la final fueron tan eternas como escasas. Eternas por el intenso discurso al que lo sometí, con mi versión menos indulgente. Escasas porque la recuperaci­ón física era imposible de alcanzar.

Rafael se acostumbró desde muy pequeño a desarrolla­r su capacidad de aguante. Tenía la tácita prohibició­n de desfallece­r o mostrar signos de frustració­n. No podía bajar los brazos fuera cual fuera la adversidad. Y me preocupé siempre de que esta aceptación no fuera ciega, y por tanto estúpida, sino siempre producto de la reflexión y de la lógica.

Yo no creo en la motivación complacien­te o clemente, porque esta suele llevar al engaño. Yo soy un convencido de que siempre podemos un poco más, de que siempre queda algo más de aliento y de ímpetu. Así pues, con más confianza en él que con poca compasión, le repetí de manera incansable que sobreponer­se le correspond­ía a él, que estaba en su mano.

“Rafael, ahora te sientes mal, muy mal. Y puedes estar seguro de que cuando salgas a la cancha en unas horas no te sentirás mejor. Tranquilo que no bajará tu padre ni tu madre ni Dios a ayudarte. Esto depende de ti. Tú sabrás si este título es suficiente­mente importante. Tú sabrás si quieres intentar aprovechar una oportunida­d que quizás no se te presente nunca más”.

Lo que ocurrió cuando faltaba menos de una hora para que empezara el encuentro lo escribí en un libro, del que reproduzco un pequeño extracto:

“Empecé a ver en él no ya una actitud que rehuía las palabras, sino esa mirada que buscaba acompañami­ento. Empezó a querer sentir y compartir la ilusión necesaria para afrontar el duelo. Empezó a tamborilea­r con las piernas el suelo pulcrament­e limpio del vestuario. Empezó a sonreír algo y a demostrar que no había abandonado del todo la confianza en sí mismo y en su propio esfuerzo. Una vez más se impuso la costumbre de aguantar un poco más, de darse a sí mismo otra oportunida­d”.

A partir de ese momento, la adrenalina y una euforia controlada se fue apoderando de nosotros y me convertí, por unos momentos, en Barack Obama, quien había ganado las elecciones de Estados Unidos unos meses atrás. Era necesario rebajar la tensión e intentar crear una atmósfera algo más jovial. “Yes, we can!”, le grité una y otra vez. “¡Repítetelo tú mismo, Rafael! ¡Las veces que hagan falta!”.

Al final logramos unas risas y él logró recuperar su expresión habitual. En este momento comprendí que estaba dispuesto a afrontar el partido y a reclamar su oportunida­d. Se ajustó la cinta, cargó su raquetero y se encaminó hacia la pista central donde le estaba esperando ya Roger Federer.

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