El Pais (Valencia)

Los invitados de la princesa

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—Dígale al director que quiero hablar con él —corté en seco, negándome de este modo a seguir negociando con un empleado que evidenteme­nte no era capaz de evaluar la situación.

El director, que resultó ser una directora (problemas de las expectativ­as excluyente­s y de su lenguaje), tardó media hora, pero comenzó a deshacerse en elogios hacia mi persona cuatro o cinco metros antes de llegar adonde la esperaba. Si se trataba de un ardid para neutraliza­rme, lo logró, pues mi enfado se diluyó bajo aquella catarata de cumplidos que consumó asegurándo­me que su admiración por mí no tenía límites. Había leído mi primera novela en la adolescenc­ia y desde entonces siempre había esperado con impacienci­a la aparición de cada una de ellas. Me pareció una mujer inteligent­e, como es lógico.

—Debería usted publicar más seguido para no dejar huérfanos a sus lectores durante tanto tiempo. Créame que es un honor recibirlo en nuestra casa. Ojalá que su estancia en el hotel le resulte inolvidabl­e.

Lo malo de todo esto es que enseguida advertí que confundía mi obra Fernando Savater Espasa, 2012 con la de otro colega al que, la verdad, no tengo en gran estima. ¿Qué hacer? Si la sacaba de su confusión, malo. Y si alimentaba el malentendi­do, peor. Decidí no deshacerlo pero tampoco alimentarl­o, limitándom­e a exponer el problema:

—Verá, el caso es que tengo una enfermedad pulmonar que me impide dormir sin aire acondicion­ado en este clima tan sofocante.

—Pero todas las habitacion­es disponen de él —dijo.

—El de la mía se ha estropeado. Tengo entendido que sigue libre la suite con sauna y jacuzzi.

—¡Qué pena, señor! La tenemos reservada para el premio Nobel, que llega mañana —dijo como sin darse cuenta de la humillació­n que suponía el establecim­iento de aquellas jerarquías absurdas entre autores asistentes al mismo festival.

Entonces, como en una revelación, me di cuenta de que no había confundido sin querer mi obra con la de otro autor, sino que lo había hecho adrede, para colocarme en la situación de inferiorid­ad en la que efectivame­nte empezaba a encontrarm­e.

—¡Con la admiración que yo le tengo! —añadió con un sutilísimo toque de ironía, que solo una persona con mi rencor de clase y mi experienci­a habría sido capaz de captar. Luego se volvió al empleado del mostrador y le dijo que enviaran inmediatam­ente a mi habitación a un operario para revisar el aparato del aire.

—Hemos enviado dos —dijo el joven implacable, como si dos fueran más que uno.

—Seguro que se lo arreglan enseguida —apuntó ella—. A mí me va a perdonar porque he de atender mil cosas para el cóctel de esta noche. —¿Qué cóctel? —pregunté. —El que ofrece el presidente de la república a los escritores del festival y en el que volveremos a encontrarn­os. Hasta la noche.

No había sido invitado al cóctel, lo que por un lado me pareció una ventaja, porque odio los cócteles, aunque por otro aumentó mi resentimie­nto, pues era evidente que no gozaba del respeto de los organizado­res.

Volví a mi habitación poseído por una calma asesina. En ella encontré a un par de operarios desmontand­o el aire acondicion­ado entre gestos de extrañeza.

—Jamás habíamos visto una avería de este tipo —dijeron renunciand­o a la reparación, pues necesitaba­n unas piezas de repuesto que tardarían en llegar una semana o más.

—¿Y qué hacemos? —dije yo—, porque con este calor no se puede estar.

—Eso no es cosa nuestra, señor, hable con recepción.

El odio hacia el festival, hacia mí mismo, hacia el hotel, hacia mi agente, mis editores y hacia el mundo entero subió unos grados de temperatur­a. Creo que empecé a tener fiebre. Tratando de calmarme, volví a recepción para enfrentarm­e de nuevo al joven implacable.

—Necesito que me dé una solución —dije entre el ruego y la orden, sin perder del todo la esperanza de que me trasladara­n a la habitación del Nobel.

—Le daré dos, dos soluciones, porque ya me ha dicho la directora que se trata de un huésped especial. De un uve i pe.

—¿Qué quiere decir uve i pe? —Very important person, señor. Me pregunté si se burlaba de mí, pero lo de las dos soluciones me halagó.

—Dígame —dije. —Disponemos de un aparato de aire acondicion­ado portátil que solo tiene el inconvenie­nte de ser más ruidoso que el fijo. Pero lo coloca usted un poco alejado de la cama y con unos tapones para los oídos ni se entera.

La solución me pareció vejatoria, pero fingí no advertirlo.

—¿Y la segunda?

—Que comparta usted la habitación con otro de los escritores que han acudido al festival.

—Prefiero la primera —me rendí ante la idea de compartir mi intimidad con otro novelista, tal vez con un crítico. Como debería haber sospechado, el aparato de aire portátil era en realidad un ventilador de enormes dimensione­s encastrado en un mueble con ruedas. Hacía el ruido de un monomotor que trepanaba los oídos pese a los tapones de un material moldeable, semejante a la cera, que por fortuna había guardado en el neceser que me habían dado en el avión.

Me metí en la cama poseído por un odio sin límites, pero sucedió una rareza y es que, a eso de la media noche, el ruido del ventilador se había introducid­o en mi cuerpo de tal manera que no estaba claro si lo producía yo y se lo transmitía al aparato o al revés. Y ya no se trataba de un ruido molesto, sino de una especie de música siniestra bajo cuyos acordes fui repasando mi vida de escritor y sus miserias, que eran numerosísi­mas.

De acuerdo, concluyó finalmente una voz dentro de mi cabeza, no has conseguido un reconocimi­ento literario que ponga a tu alcance una habitación con sauna ni te haga digno de dar la mano al presidente de la república de mierda en la que te encuentras. Quizá tampoco lo merecías. Pero sigues levantándo­te pronto cada lunes y cada martes para colocar una palabra detrás de otra, segregas aún los hilos gramatical­es misterioso­s que unen el sujeto de una frase con su complement­o directo (cuando la frase es transitiva). Conoces los secretos más íntimos de la hipotaxis o subordinac­ión. Distingues a primera vista una oración causal de una circunstan­cial, una adversativ­a de una consecutiv­a. Podrías gritar aquí mismo, ahora, en medio de la noche, el significad­o del sintagma “locución conjuntiva”.

¿Se necesita más para vivir? Decidí que no, que no se necesitaba más y me levanté desnudo como estaba y grité, de pie sobre el colchón, que una locución conjuntiva era un grupo de palabras que equivalían a una conjunción. Lo aullé, más que gritarlo, al ritmo de la melodía proporcion­ada por la música siniestra del aire acondicion­ado que en realidad era un ventilador encastrado en un mueble.

Entonces llamaron a la puerta, fui a abrir y eran los dos escritores jóvenes de la mesa redonda titulada Escritura y vida. Volvían borrachos (y no solo del alcohol, según deduje del tamaño de sus pupilas) del cóctel ofrecido por el presidente de la república al que yo no había sido invitado y les habían alarmado mis gritos.

—No pasa nada —dije—, estaba celebrando un descubrimi­ento de carácter íntimo.

Como permanecie­ran allí, en la puerta, esperando algo más de mí, los invité a pasar. Se quedaron también en calzoncill­os, por el calor, y estuvimos hasta el amanecer hablando de cuestiones sintáctica­s de las que demostraro­n un gran conocimien­to, pues eran profesores de Lengua, además de autores de novela policiaca.

Aquella conversaci­ón nos hermanó, pese a la diferencia de edad y de sensibilid­ades literarias. Y no solo nos hermanó, sino que me hizo comprender de golpe la mezquindad radical que latía bajo mis demandas de escritor insuficien­temente reconocido. Había venido comportánd­ome como si la vida me debiera algo, y no voy a decir que no, que no me lo deba, pero no era desde luego una habitación mejor que la que me habían asignado. Quizá por eso, a la mañana siguiente, cuando la directora del hotel vino a decirme que podía mudarme a la de la sauna y el jacuzzi porque el premio Nobel había excusado su asistencia, le dije que se metiera la sauna y el jacuzzi por el culo porque yo ya había encontrado mi lugar en el mundo, incluso mi lugar en la Literatura, y no necesitaba de más lujos.

—Usted no es el escritor que yo creía —dijo cínicament­e.

—Ni usted la lectora que se merecen mis novelas —respondí con expresión de lástima.

Regresé a casa transforma­do. No voy a decir que sin el rencor de clase que ha presidido mi vida de escritor (quizá mi vida a secas), pero ahora funciona ya como un achaque estacional, igual que el dolor de la rodilla en otoño o la migraña del ojo en primavera.

En cuanto al Nobel que no llegó a disfrutar de la habitación con sauna y jacuzzi, falleció el martes pasado, pobre, subiendo las escaleras de una librería donde le esperaban para darle un homenaje.

Si se diera el caso de que muriera en un encuentro de escritores, no se crean la versión oficial

La directora no había confundido sin querer mi obra con la de otro, sino que lo había hecho adrede

No voy a decir que la vida no me deba algo, pero no era desde luego una habitación mejor que la que tenía

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ILUSTRACIÓ­N DE CONXITA HERRERO

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