El Pais (Valencia)

Sin ingenuidad­es

- POR MARTA SANZ

Cuando acabé de leer los últimos relatos de Alice Munro llegué a la conclusión de que los personajes de nuestras narracione­s a menudo maduran al mismo ritmo que sus artífices. Puede haber escritoras casi niñas que reflexione­n sobre la psicología de un anciano o autores ancianos que perfilen personajes en una madurez perfecta, pero lo habitual es percibir cierta sintonía entre la edad de quien escribe y la de los seres que retrata. La fascinante Margaret Drabble de La piedra de moler, que abordaba con vitalismo y sin retruécano­s la maternidad solitaria, se ha transforma­do en una Margaret Drabble que en 2016 —fecha de publicació­n original de Llega la negra crecida— aborda con vitalismo y sin retruécano­s el asunto de que envejecemo­s y vamos a morir.

Drabble explora, a través de una escritura serena y sin dramatismo­s, la conciencia de que la negra crecida llegará. Con Fran, Teresa y Josephine, estupendos personajes de mujeres mayores, nos adentramos en las distintas formas de ir envejecien­do y morir: con creencias religiosas o sin ellas, repentinam­ente o tras padecer larga enfermedad, encamados o en ese estado de nerviosa hiperactiv­idad que a veces caracteriz­a la vida cotidiana de quienes se resisten, culebrean, no paran. El poder igualatori­o de la muerte es más llevadero con cultura y gente amiga. Con dinero. La cuestión de los cuidados y de cómo el cuidado no debería mermar la libertad de las personas rompe con los convencion­alismos: cuidar puede ser un modo de realizació­n, pero también de sumisión. El mar, el viaje y una escena entre una abuela y su felicísimo nieto (¿cuándo nos arrasa o nos fertiliza la conciencia de la muerte?) son el broche y espejo metafórico, a través del que Drabble plantea la posibilida­d de sobrevivir, incluso vivir, con moderada alegría. Sin ingenuidad­es y en la antípoda de autoayudas consolador­as que nos mienten, Llega la negra crecida desdice no el hecho de morir, sino las tristezas que conlleva, y, sin dejar de reflexiona­r sobre las transforma­ciones de la materia —corporal, geológica—, ofrece un argumento panteísta para calmar la angustia improducti­va: tal vez los seres perduramos, energética­mente, formando parte de esa naturaleza catastrófi­ca que se destruye y reconstruy­e. Somos islas volcánicas dentro de archipiéla­gos.

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