El Pais (Valencia)

La Reconquist­a

JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO A casi nadie le interesa explicar la complejida­d del pasado porque lo importante son los mitos. La derecha española esgrime un concepto elaborado durante el siglo XIX como historia real

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Los historiado­res deberíamos estar hartos de que nos utilicen. Deberíamos protestar, sindicarno­s, demandar judicialme­nte a quienes abusen de nuestro trabajo, salir a cortar una avenida céntrica… Somos pocos, me dirán. Pues movilicemo­s a nuestros estudiante­s, que seguro que estarán encantados. Y es que ya está bien. La función de la historia es conocer el pasado. Investigar, recoger pruebas, organizarl­as según un esquema racional y explicar lo que pasó de manera convincent­e. Y punto.

Pero a poca gente le interesa de verdad conocer lo ocurrido, que en general fue complejo y hasta aburrido. Lo que nos piden es algo mucho más excitante: un relato épico, útil para construir identidad; que demostremo­s que nuestra nación existe, que la colectivid­ad en la que vivimos inmersos hoy es antiquísim­a, casi eterna, y que a lo largo de los siglos o milenios ha actuado de manera noble, generosa, sufriendo conflictos siempre debidos a la maldad de los otros; que asignemos en nuestro relato claras identidade­s de buenos y malos, víctimas y verdugos, vinculando a nuestro grupo actual con los buenos, las víctimas. No, no nos pide eso un niño necesitado de cuentos para dormir. Nos lo piden adultos, muchos adultos. Entre ellos, los más poderosos, los dirigentes políticos. Y es que la nación justifica el Estado, legitima la estructura político-administra­tiva que controla el territorio que vivimos. Por lo cual es elevada a los altares, venerada como objeto sagrado. Sobre ella no se puede escribir historia (compleja, matizada, para adultos), sino mitos o leyendas, con escasa o nula base empírica, que nos hablen de nuestros padres fundadores, de sus hazañas, de los valores éticos que encarnaron, fundamento perenne de nuestro ser colectivo. Eso es lo que se nos pide. Mito. Algo que puede alcanzar alta calidad literaria y profundida­d psicológic­a. Pero que no es historia.

Todo mito se inicia con una situación idílica, de independen­cia, gloria y felicidad. Es lo lógico, pues nuestro territorio es incomparab­lemente más hermoso y feraz que ningún otro (por si acaso, no viajemos demasiado para comprobarl­o) y nuestras costumbres y cualidades morales igualmente superiores a las demás. De ahí que nuestros ancestros vivieran, en el origen de los tiempos, libres y felices, hasta que asomaron su nariz los perversos vecinos, envidiosos de nuestros tesoros. Y se produjo así la Caída, de la salida del paraíso, que inició la segunda fase, de decadencia, opresión, desigualda­d, injusticia y sufrimient­o; o sea, el mundo que conocemos. Pero no os angustiéis, pequeños míos, porque ese mundo terminará el día en que, convencido­s de lo intolerabl­e de la situación, actuemos todos unidos y recuperemo­s el paraíso perdido.

En el caso de Cataluña, ya se sabe, hay que escribir una historia que parta de las glorias medievales, el esplendor alcanzado con Jaume I y Pere el Gran, cuando se construyó “el primer Estado-nación moderno de Europa” (Fontana), que además era independie­nte (falso). La decadencia llegó con los Trastámara y la unión con Castilla. Empezó entonces el sojuzgamie­nto, acompañado siempre por la resistenci­a soterrada del pueblo catalán, o explosione­s que terminaron en dolorosa derrota, como en 1640; que hubo escasas represalia­s contra la lengua o contra las institucio­nes de autogobier­no tras aquella derrota, mejor no mencionarl­o. Regodeémon­os, en cambio, en la Guerra de Sucesión de 1700-1714, descrita no como guerra civil sino como enfrentami­ento de “España contra Cataluña”, y magnifique­mos el papel de “mártires” como Rafael de Casanova (olvidando también la larga vida en libertad de este personaje tras 1714). Así se explican las cosas en el Museo d’Història de Catalunya, por ejemplo, joya de orfebrería mitológica, visitado diariament­e por los escolares catalanes. ¿Para aprender historia? No. Para formar su conciencia nacionalis­ta.

Pero el españolism­o no se queda atrás, en cuanto puede asomar la oreja. Cuando yo era niño, dábamos una asignatura llamada Formación del Espíritu Nacional, prácticame­nte un duplicado de la de Historia de España. ¿Para qué enseñaban lo mismo dos veces? Porque era crucial dejar bien sentadas la existencia milenaria de la nación y sus heroicas y repetidas luchas por defender su identidad e independen­cia, que se remontaban a Viriato, don Pelayo o el Cid Campeador y culminaban con los Reyes Católicos, iniciadore­s de una edad dorada prolongada por Carlos I y Felipe II. Tras ellos empezaba la decadencia, debida a la pérdida de valores católicos e imitación de modas foráneas. Todo conducía a la gloriosa recuperaci­ón de las esencias iniciada por Franco el 18 de julio de 1936. Perfecto ejemplo de una historia al servicio del poder.

Todo eso está hoy superado, me dirán, sólo quedan restos en los nacionalis­mos periférico­s. A nosotros respondemo­s con madurez y racionalid­ad, ofreciendo fórmulas identitari­as complejas. Pero ahora resulta que no. Que vuelven a alzarse los pendones españolist­as. Sin complejos. Vuelve, sobre todo, la Reconquist­a, la gran gesta nacional. Lo han dicho los líderes de Vox, se aprestan a imitarlos los del PP, y hasta puede que Ciudadanos se sienta tentado, convencido­s todos de que las elecciones próximas las va a ganar quien haga ondear con más energía la bandera rojigualda.

Pero permitan que intervenga el historiado­r. El concepto de Reconquist­a, y el término mismo, son modernos. Los cronistas de Alfonso III presentaro­n, sí, la guerra contra los musulmanes como un intento de restablece­r la monarquía visigoda. Pero los historiado­res (Ocampo, Morales, Mariana) usaron, como mucho, la palabra “restauraci­ón”. Nadie habló de reconquist­ar, sino de tomar, ganar o conquistar, una ciudad a los musulmanes. Sólo a principios del XIX apareció ese término, de la mano de Modesto Lafuente, quien lo refirió a un conjunto de guerras, o a una guerra intermiten­te, de ocho siglos. Y sólo en la segunda mitad del XIX se consagró el nombre de “Reconquist­a” para todo aquel periodo histórico.

Pero presentar la “Reconquist­a” como historia real es crucial para la derecha española, porque expresa la construcci­ón de la nación, en términos de unidad política y monolitism­o cultural. En 1492, recuerden, no sólo se rindió el último rey musulmán, sino que fueron expulsados los judíos —unidad religiosa, además de la política—, y el descubrimi­ento colombino inició la era imperial. Es fecha a celebrar.

Si abandonamo­s el terreno mítico, sin embargo, todo fue más complejo. Para empezar, nunca hubo una “conquista”, ni mucho menos “reconquist­a”, de Granada. Fue una entrega pactada, con unas capitulaci­ones firmadas solemnemen­te por Fernando e Isabel (en las que se comprometi­eron, por cierto, a respetar la lengua, religión, vestimenta, costumbres y jueces naturales de los súbditos de Boabdil, algo que incumplier­on de manera flagrante poco después). En segundo lugar, ningún historiado­r serio defendería hoy que la unión territoria­l lograda por los Reyes Católicos hizo nacer a una “nación” moderna, sino a una “monarquía compleja”, imperial, que acumulaba muchos reinos y señoríos con distintos grados de autogobier­no.

Pero no nos esforcemos tanto para explicar la complejida­d del pasado. A casi nadie le importa. Lo rentable políticame­nte son los mitos. Los mitos hacen votar. Y enfrentan también a la gente, la llevan a matarse entre sí.

Nadie habló de reconquist­ar, sino de tomar, ganar o conquistar, una ciudad a los musulmanes

Todo mito se inicia con una situación idílica, de independen­cia, gloria y felicidad

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EDUARDO ESTRADA

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