Sus mejores bandas sonoras
La Federación de Gremios de Editores de España (FGGEE) ha presentado esta semana su informe anual de hábitos de lectura, en el que desvela que los jóvenes leen una hora menos a la semana que el año anterior. A los 15 años, las estadísticas dibujan un golpe mortal, porque pasan de ser lectores el 70,4% a quedarse en el 44,7%. Los editores tienen una explicación “existencialista”: “A los 14 hay un cambio de ciclo de vida, donde las preocupaciones vitales cambian”, explica en su despacho de la Fundación Santillana Miguel Barrero, presidente de la FGGEE. La frontera es el paso de la secundaria al bachillerato, instante recogido por los gráficos como deserción en masa.
Es el momento en que desaparece el entorno escolar como prescriptor. Hasta primaria se convive con la lectura de manera natural, pero según culminan el ciclo de educación obligatoria (16 años), los libros se transforman en móviles. “Hay que decirlo claro: es mucho más atractivo para ellos estar una hora enganchados al móvil, en Instagram y YouTube. Y nos pasa a todos. Los móviles han desplazado al libro por completo en las nuevas generaciones”, dice Cristina Juher, profesora de Lengua y Literatura Catalana del instituto Jaume Vicens Vives de Girona. Se- ñala, además, un dato llamativo: “No tenemos buenos prescriptores de lectura en los institutos, necesitamos bibliotecarios que incentiven a los que están enganchados y no existen. Las bibliotecas de los centros las tenemos como lugares para el castigo, sala de reuniones o almacenes. Necesitamos una voluntad política decidida a corregir este abandono y con urgencia. Estamos muy mal”, añade.
Carme Fenoll es bibliotecaria y jefa de gabinete de la Universidad Politécnica de Catalunya, y confirma la asignatura pendiente con las bibliotecas escolares. Por si fuera poco, “las campañas de lectura para adolescentes están ideadas por adultos aburridos”, añade.
Miguel Barrero cree que “el hábito lector se pierde, pero no se abandona”. El alumno que tiene buen hábito acaba recuperándose a la larga, si se lee en casa: “El nivel de compromiso que tienen los profesores y los bibliotecarios con la lectura es mayor que el que hay en la familia”, asegura Barrero.
“Hay que invitarles a que descubran que la lectura es un refugio y un espacio propio. Pero no podemos exigirles nada si no practicamos con el ejemplo. Si queremos que lean, deben vernos leer”. Esta es la opinión de Paloma Bravo, que tiene por norma familiar leer antes de dormir. Opina que la amenaza de las lecturas de los adolescentes son los móviles y los informes europeos indican que el mayor índice de uso de Internet a diario se encuentra de 16 a 19 años.
“El uso de las tecnologías de la información y la comunicación está muy extendido entre niños y jóvenes y, en algunos casos, está llegando a la saturación”, puede leerse en las conclusiones del informe de Eurostat Being young in Europe today, que retrata a los adolescentes europeos. Según el estudio, estos cada vez pasan más tiempo consumiendo medios digitales que leyendo libros.
Junto a la escuela y la familia, los bibliotecarios son un factor clave, pero han detectado un fallo en las lecturas curriculares en la escuela. “Son buenas obras, pero totalmente alejadas de sus intereses. Tom Sawyer nada tiene que ver con nuestros adolescentes”, cuenta Pedro Valverde, jefe de la Unidad del Libro y la Lectura de la Comunidad de Madrid. Dice que el cómic es un género que aguanta mejor la deserción y que en sus centros han creado actividades que contienen la fuga de cerebros de las bibliotecas. Hacen talleres de Instagram o robótica. “Los llamamos escaparates para que vengan y se relacionen con la lectura”, explica. Cuando llega la adolescencia a la vida de alguien, la influencia familiar desaparece. Algo similar ocurre con el último estreno de la nueva serie, que acaba con los tiempos de lectura... de los adultos. Michel Legrand, compositor y arreglador, murió el viernes por la noche en su París natal, con 86 años. Aunque triunfó elaborando música cinematográfica, desarrolló una carrera paralela como director de orquestas sinfónicas. Y nunca olvidó su pasión juvenil por el jazz, que le unió a Miles Davis, la última vez en la película australiana Dingo (1992), coprotagonizada también por el trompetista. Quedaron en Los Ángeles pero, típicamente, Miles retrasó el momento de la verdad —se suponía que iban a componer mano a mano— y Legrand terminó escribiendo solo la banda sonora, a la que luego Davis pondría la guinda con su trompeta.
Nacido en una familia musical, Legrand fue un alumno brillante del Conservatorio de París. Entre sus preceptores estuvo Nadia Boulanger, que le reafirmó en su intuición de que todas las músicas podían convivir. Era un veinteañero que alternaba los arreglos para Jacques Brel o Maurice Chevalier con los encargos del cine francés, aceptando incluso trabajos endemoniados: Lola (1961) se rodó con Anouk Aimée haciendo como si cantara, sobre música inexistente. La sincronización posterior resultaba imposible; Legrand hizo lo que pudo.
Fue el principio de su fructífera relación con el realizador Jacques Demy, la primera parte de una trilogía que se completaría con Los paraguas de Cherburgo (1964), donde las canciones sustituían a los diálogos, y Las señoritas de Rochefort (1967). Colaborarían en posteriores películas, como Piel de asno (1970), con Catherine Deneuve y un éxito histórico. Legrand se benefició de la libertad creativa y la visibilidad mundial de la Nouvelle vague.
Hollywood le tentó inmediatamente
El francés ganó tres veces el Oscar, musicó los mejores momentos del cine de Jacques Demy y no renunció al jazz y a la clásica
y El caso Thomas Crown (1968) le permitiría ganar su primer Oscar con Los molinos de viento de tu mente (título horripilante, es cierto, pero con una melodía de orfebrería). Volvería a ganar la estatuilla, ya en la categoría de mejor banda sonora, con Verano del 42 (1972), de Robert Mulligan, y Yentl (1983), de Barbra Streisand. Serviría igualmente a Joseph Losey (El mensajero, 1971), Richard Lester (Los tres mosqueteros, 1973), Orson Welles (Fraude, 1973), Louis Malle (Atlantic City, 1979) o Robert Altman (Prêt-à-porter, 1994). En total, firmó unas 200 bandas sonoras, bajo la máxima de que una gran melodía ilumina hasta la película más vulgar. Una herencia, aseguraba, de su niñez: solo en casa, intentaba descifrar la construcción de las chansons que sonaban en la radio. Entre sus últimos trabajos está la partitura para Al otro lado del viento (2018), la recuperación (1964), de Jacques Demy. (1967), de Jacques Demy. (1968), de Norman Jewison.
(1971), de Robert Mulligan.
Malle.
(1979), de Louis de Claude Lelouch. (1981),
(1983), de Barbra Streisand. por Netflix de la película inacabada de Welles. Y entre los más populares, la música de la serie televisiva de dibujos Érase una vez... el hombre.
El jazz supuso otro deslumbramiento. París era parada obligada para las figuras del be-bop; en 1948, Legrand se quedó noqueado por la big band de Dizzy Gillespie. En 1958, tras haber facturado I love Paris, un disco tópico de ambientación parisina que vendió grandes cantidades, Columbia Records aceptó producir una colección de standards del jazz con sus arreglos. En Nueva York, el visitante descubrió que sus ídolos cobraban la misma tarifa que cualquier instrumentista de estudio y decidió convocarles.
Legrand jazz contenía un who’s who del jazz: Miles Davis, John Coltrane, Ben Webster, Bill Evans, Art Farmer, Phil Woods, Donald Byrd, Teo Macero, etcétera. Todos se quedaron encantados con sus partituras, a pesar de algunos patinazos sociales. Lo contaba Quincy Jones: de camino a una grabación de Sarah Vaughan con Count Basie, La Divina encendió un porro y se lo pasó a Legrand; asqueado ante aquel cigarrillo chupado, lo tiró por la ventanilla. El enfado de Vaughan fue enorme: hubo que aclarar al francés que el ofrecimiento era un gesto de aceptación.
Ya en el siglo XXI, se aventuró en el teatro musical y se arriesgó componiendo conciertos para piano o violonchelo en el lenguaje sinfónico, que grabó para Sony. Cuando necesitaba un baño de multitudes, ofrecía recorridos por su música cinematográfica, espectáculos en los que tocaba el piano y hasta cantaba. Revelaba algunos de sus secretos: “Lo que yo narraba con la música tenía que ser al menos tan interesante como lo que ocurría en la pantalla”.