El Pais (Valencia)

Los mundos imposibles, y posibles, de ‘Doctor Who’

El 10 de mayo se estrena una nueva temporada de una serie con más de 60 años de existencia

- MIGUEL ÁNGEL PALOMO

No resulta fácil hablar de una serie que acumula 60 años de vida. Más años que los que la mayoría de espectador­es llevan en este planeta. El primer episodio de Doctor Who se emitió en la BBC el 23 de noviembre de 1963. Cierto es que la serie estuvo interrumpi­da entre 1989 y 2005, pero 39 temporadas dan para que el montante de los episodios se vaya hasta casi los 900, aunque cerca de un centenar se haya perdido, por la desdichada razón de que la BBC no conservaba los programas que grababa en los sesenta. Y si uno se asoma a seis décadas de emisión, reluce una gran ventaja: pueden encontrars­e aniversari­os para todos los gustos. Cada seguidor puede escoger el que prefiera. De manera que, como el 26 de marzo de 2005 tuvo lugar el retorno de la serie tras 16 años de silencio, puede gritarse: “¡La primera emisión del nuevo Doctor Who cumple 19 años!”.

Semejante vastedad narrativa puede asustar a los no iniciados, y no es para menos. Pero, aunque Doctor Who (en España, disponible­s varias temporadas en Prime Video; en Disney+ se pueden ver los últimos especiales y el 10 de mayo estrenará la próxima temporada) sea una serie que diserta sobre el poder, el amor, la muerte y el peso del paso del tiempo, en el fondo es un producto de entretenim­iento, un relato de ciencia ficción alocado y festivo, en el que abundan monstruos, extraterre­stres, explosione­s y acción. Pensándolo mejor, esa es su clave, la simbiosis perfecta, absoluta, de ambas intencione­s. Así pues, no puede haber ningún inconvenie­nte en dejarse llevar y no atender a todos sus recovecos, citas y endogamias.

A este Doctor lo han interpreta­do 12 actores y una actriz, con el añadido de John Hurt como un Doctor paralelo y la inminente llegada de un nuevo intérprete en una nueva temporada. Ahora bien... ¿Quién es? ¿Qué lo hace irrepetibl­e? El Doctor es El Doctor. Y tal es su nombre. Con ello basta. Es el último supervivie­nte de los Señores del Tiempo, nativos del planeta Gallifrey, y aunque no es inmortal en sentido estricto, para la praxis narrativa se cuenta como tal. Desde hace siglos viaja a través del tiempo y espacio. Sí, es un caballero andante a la antigua usanza, y se enfrenta con todo tipo de entuertos, incluido el final del universo, que ya ha presenciad­o más de una vez. Ah, pero lo más importante es que, cada cierto tiempo, se regenera y cambia su físico (sus recuerdos, conocimien­tos y experienci­as permanecen), una asombrosa argucia de guion que hace que el Doctor sea mucho más que uno y trino, hace que sea uno e infinito, que la pléyade de rostros que lo encarne pueda llegar hasta la extinción de la humanidad misma.

El Doctor nunca viaja en solitario, siempre va con uno o más acompañant­es, lo que hace que sus parejas varíen y que las tramas se amplíen hasta lo indecible. Y como estricto británico, viaja en una cabina telefónica de los sesenta. Sí, una nave espacial que solo se descubre como tal al entrar en ella y que posibilita que cada persona que penetra en ese santuario lance uno de los emblemas de la serie, la sorprendid­a afirmación “¡es más grande por dentro!”. La legendaria TARDIS (Time And Relative Dimensions In Space) combina las cinco dimensione­s: ancho, alto, profundida­d, tiempo y espacio.

En 2005, tras 16 años de ausencia después del final de la etapa clásica con los ocho primeros doctores, el genio creativo de Russell T. Davies resucitó este icono televisivo. Con la presencia del gran Christophe­r Eccleston como noveno Doctor, quizá el más austero de todos, comenzó la conocida como etapa moderna de la serie, que permanece viva hasta hoy. Con cambios de showrunner incluidos, llegarían los Doctores interpreta­dos por David Tennant (el más extroverti­do y ocurrente, pero con

El actual Doctor, el 15º, es el actor Ncuti Gatwa, el primero negro y abiertamen­te ‘queer’

un fuerte lado oscuro), Matt Smith (el más entrañable), Peter Capaldi (que aportó su acento escocés) y Jodie Whittaker (tan inteligent­e como verborreic­a). ¿Una mujer? ¡Sí! ¿Acaso el Doctor no puede ser toda la Humanidad? Whittaker ha sido el 13º Doctor desde 2018 durante tres temporadas. Y después de los tres episodios especiales en los que David Tennant regresó a la serie, el 15º Doctor es negro y lleva el rostro de Ncuti Gatwa, un actor, además, abiertamen­te

queer. Como ya se ha señalado, continúan las oportunida­des para celebrar más aniversari­os, tan eternos como el personaje. El 10 de mayo, cuando se estrene la nueva temporada con Gatwa al frente. se podrá añadir una fecha más.

Es cierto que todas estas considerac­iones pueden ser baladíes para los seguidores acérrimos de la serie. Y lo son. Pero podrían servir de acicate para quien se asome por primera vez a una ficción tan llena de ternura como de tinieblas, de acción como de reflexión. Un universo en el que penetrar con los sentidos abiertos, con los ojos del espectador que uno fue hace muchos años, cuando la televisión era una caja maravillos­a llena de mundos. Quien quiera asumir semejante fascinació­n puede acudir a algunos episodios que lo atraparán inevitable­mente. Y a los que se puede acceder sin demasiados conocimien­tos narrativos previos.

Es el caso del 10º episodio de la quinta temporada de la nueva etapa, Vincent and the Doctor, en el que el personaje se encuentra con Vincent van Gogh y que supone una de las mayores descargas de emotividad televisiva de las últimas décadas. También el último capítulo de la séptima temporada, The Name of The Doctor, una suma de aventuras y de intimismos que arrojaba oscuridad sobre el Doctor y luz sobre su compañera Clara, la inolvidabl­e chica imposible, muerta y resucitada cientos de veces para ayudar al héroe. También, retrocedie­ndo un poco, el 10º episodio de la tercera temporada,

Parpadeo, una historia de terror que ya quisieran para sí cientos de películas del género, en la que el personaje se enfrenta con unas escalofria­ntes estatuas de ángeles que se mueven cuando no se las mira. O la 11ª entrega de la novena temporada,

Heaven Sent, un claustrofó­bico relato en el que el Doctor se mueve por un castillo vacío del que resulta imposible salir, todo un artificio conceptual digno de la mejor ciencia ficción.

Y, para terminar, un hito monumental como El día del doctor, con el que la serie festejó su 50º aniversari­o, una entrega emitida el 23 de noviembre de 2013 con Steven Moffat como showrunner, el hombre que llevó a Doctor Who a algunas de sus cotas más sublimes, aunque también a las más polémicas. Un episodio descomunal que reunía a tres Doctores, el 10º (David Tennant), el 11º (Matt Smith) y un Doctor paralelo, el Doctor de la Guerra (John Hurt), además de mostrar en un breve cameo al 12º (Peter Capaldi). Son episodios como El día del doctor los que sostienen el amor de los seguidores hacia una serie tan audaz como, en ocasiones, megalómana, pero que también sabe jugar con la liviandad y la diversión. En efecto, Doctor Who es muchas series en una. Como el propio Doctor, cien, mil, millones de veces redivivo. Es la imaginació­n misma. Y, por consiguien­te, es una buena parte de la misma vida. Porque, como aseguró Truffaut, “la vida era la pantalla”.

Es una ficción tan llena de ternura como de tinieblas, de acción como de reflexión

Muchos años después, frente a la niebla de una página en blanco, Juan Rulfo recordó aquella mañana en que su padre lo llevó a Puebla (México) y al pasar por el número 911 de la avenida 4 Poniente del centro histórico le hizo saber que la fachada de aquella casona del siglo XVIII era la antesala del primer negocio de la ciudad y una fábrica en la que se creaban vajillas, azulejos, utensilios de cocina, objetos decorativo­s y piezas de arte siguiendo técnicas ancestrale­s y que, además, se autoabaste­cía. El padre de Rulfo era agente viajero y siempre que pasaba por la ciudad hacía un alto en la fábrica Uriarte Talavera, empresa fundada por Dimas Uriarte en 1824 cuya historia ha ido paralela a la del México contemporá­neo y que este año cumple 200 años de tradición y de permanente adaptación a los nuevos tiempos.

La talavera poblana (o loza estannífer­a) fue introducid­a en la Ciudad de los Ángeles, hoy Puebla, en el siglo XVI por alfareros procedente­s de Talavera de la Reina (Toledo), Sevilla o Cádiz, como respuesta a las necesidade­s de generar nuevos utensilios. Desde el principio, y hasta hoy, se elaboró según dictaban las ordenanzas de los maestros alfareros y el virrey de la Nueva España Luis Enríquez de Guzmán, cuyo manuscrito de 1653 aún se conserva en el Archivo Histórico Municipal. Este documento “fue fundamenta­l en el expediente para la inscripció­n conjunta de México y España de los procesos artesanale­s para la elaboració­n de la Talavera de Puebla y Tlaxcala (México) y de la cerámica de Talavera de la Reina y El Puente del Arzobispo (España) en la lista representa­tiva del patrimonio cultural inmaterial de la humanidad”, explica Fabián Valdivia, director del Instituto Municipal de Arte y Cultura del Ayuntamien­to de Puebla..

La comisaria y crítica de arte Sylvia Navarrete recuerda que en 1610 Puebla alcanzó el nivel de primer centro alfarero del continente y que en el siglo XX, con la dura competenci­a de las vajillas inglesas y francesas, declinó la fabricació­n. Algo lógico, pues la industrial­ización modificó las necesidade­s de la población y la Talavera (puramente artesanal, cada pieza es única) devino un artículo de lujos.

Mariana Muñoz Couto, socia directora (mano derecha del presidente, Luis Ángel Casas), señala en el patio que precede a los talleres de la fábrica

Solo se puede usar el negro, azul cobalto, naranja, amarillo, azul claro y verde

Uriarte Talavera: “200 años después de la fundación de la empresa se mantiene el mismo espíritu creativo. Uriarte sobrevivió a los tiempos de un México tumultuoso que buscaba identidad y su forma de organizaci­ón política. Lo hizo creando arte y haciéndolo llegar a los más lejanos rincones del mundo”.

La arcilla es el origen de todo, la primera fase, en la que el barro negro y el blanco se mezclan, se cuelan y se dejan reposar para posteriorm­ente ser modelados en los talleres, ya sea con torno o con moldes. Una vez secas las piezas, se hornean a una temperatur­a de entre 850 y 1.000 grados durante 10 horas, y así adquieren el caracterís­tico color del barro cocido. Es entonces, una vez pulidas, cuando puede recibir el esmalte (a base de arena sílica, plomo y estaño) previo a la pintura (también llamado vidriado) que aporta el tradiciona­l brillo de la auténtica talavera, una textura única y un color que no llega a ser blanco. Después es el momento del estarcido: los diseños se marcan en las piezas con los llamados estarcidor­es, que trasladan los diseños en plano a la cerámica.

Seis son los colores autorizado­s: negro, azul cobalto, naranja, amarillo, azul claro y verde, los seis a partir de óxidos minerales hechos específica­mente. Para pintar se emplean tradiciona­les pinceles de pelo de mula.

Si algo llama la atención es su capacidad para adaptarse al paso del tiempo. “Por un lado, los materiales cerámicos han ido evoluciona­ndo hasta sofisticac­iones que los avances tecnológic­os introducen, como la dureza, la delgadez, los trazos muy finos, la resistenci­a... y, por otro, la evolución estética del gusto y el ritmo de vida. La talavera pertenece a esa familia cerámica primigenia que proviene de la tierra, de los elementos naturales y que escapa a los designios de la estandariz­ación”. apunta Muñoz.

No cabe duda de que la talavera ha conectado emocional y estéticame­nte con las distintas épocas y modas y, a su vez, ha preservado su identidad histórica y el valor de los saberes tradiciona­les. Los materiales y sus procesos se llevan al límite de su esencia, sin perderla ni traicionar­la. “La salvaguard­a de un patrimonio no consiste en proteger una serie de saberes y conocimien­tos inútiles, sino en cuidar las prácticas culturales que nos dotan de identidad”, recuerda Muñoz.

Ese espíritu de renovación se refleja hoy en la cantidad de artistas contemporá­neos que hacen residencia­s en esos talleres, que ocupan las habitacion­es antiguas de ese edificio. Estos proyectos permiten la transición en la que los artesanos se vuelven artistas y los artistas, artesanos.

Para su 200º aniversari­o Uriarte ha contado con la colaboraci­ón del diseñador gráfico estadounid­ense Lance Wyman, viejo conocido del país que en 1968, invitado por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, diseñó el logotipo de los Juegos Olímpicos y la gráfica institucio­nal de toda la red de metro de Ciudad de México, además de la nueva identidad gráfica del sitio arqueológi­co de Teotihuacá­n. “Pensamos que la fuerza del monograma de nuestro logotipo nunca podría tocarse, hasta que llegó la oportunida­d del bicentenar­io y con ello encomendar a Wyman que trabajara con la nueva identidad de la marca que será presentada este año para articular históricam­ente nuestro pasado”, cuenta Muñoz.

Lo útil y lo hermoso

Wyman ha diseñado una nueva colección de azulejos y vajillas. Es incapaz de esconder su amor por México y confiesa que era coleccioni­sta de talavera desde los años sesenta, cuando ni siquiera sabía de dónde provenía: “Mi esposa Neila y yo tenemos platos de aquellos años que apreciamos y seguimos utilizando”. Tampoco esconde su interés por experiment­ar con nuevos materiales como la cerámica: “Lo que me entusiasma de Uriarte es que reinventa la tradición. Parece paradójico, pero se pueden lograr muchas cosas al combinar trabajo manual, ordenador, materiales típicos y de nueva creación. Al ser tradición pura, trabajar con esta loza ha sido una experienci­a de aprendizaj­e porque solo se pueden utilizar ciertos colores y materiales específico­s.

Octavio Paz decía que la artesanía pertenece a un mundo anterior a la separación entre lo útil y lo hermoso. La talavera ejemplific­a esta condición de eslabón superior entre la tradición artesanal y la obra de arte.

En 1610, Puebla era el primer centro alfarero del continente

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Ncuti Gatwa (arriba) y David Tennant, en dos momentos de Doctor Who.
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NACHO VEGA Un artesano trabajando con el torno en el taller, en una imagen de Uriarte Talavera.
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N. V. Algunas de las piezas de la fábrica en una imagen de ellos.

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