Entre el pertenecer y el creer
Hace un siglo, los escritores Gabriel Alomar y Eugenio Noel señalaban que España era un país católico por el que no había pasado el cristianismo. Diferenciaban entre el catolicismo entendido como cultura, política y performance, y el cristianismo como sistema de creencias y fuente de principios morales. Lo cierto es que España no tiene credo porque solo existe en la imaginación, y ambos vectores transitan surcos diferenciados en nuestros cerebros. La asimilación entre catolicismo y nación tiene una innegable vertiente emocional: cómo y con quién nos identificamos, independientemente de nuestras creencias, que pertenecen a esferas cambiantes e insondables. La Iglesia católica ha perdido buena parte de la influencia que disfrutó durante el nacionalcatolicismo. Sobrevive como propiciadora de ritos de paso, escenario para la representación de nostalgias y red de comunidades parroquiales en declive demográfico. Sin embargo, múltiples investigaciones constatan un creciente interés por todo lo trascendente y espiritual. Vivimos un tiempo de inflación de lo religioso, solo que su eje de irradiación se ha dispersado entre diversos agentes que pueden presentarse bajo apariencias laicas. El auge actual de los nacionalismos en todo el mundo responde a esta dinámica.
Las fiestas populares de la Semana Santa ejemplifican este horizonte de formas católicas y significados seculares; de templos vacíos y calles repletas de penitentes, costaleros, mantillas y espectadores. Las procesiones se imaginan medievales y barrocas, si bien tienen un origen ligado a fenómenos modernos: el turismo, la sacralización de la política, las identidades territoriales y el espacio de la ciudad, convertida en escenario de una poliédrica ópera popular. Su narrativa oficial es nacionalista y católica, pero sus significaciones trascienden del fenómeno religioso y de la esfera de las jerarquías. De hecho, la Iglesia ha intentado históricamente purificarlas y reconducirlas a los templos, tildándolas de “ritos paganos”, “creencias incultas” o “prácticas heterodoxas.” De cara a la propaganda externa, la Iglesia, que ni las organiza ni las financia, las usa para reivindicar su capacidad de movilización y el catolicismo latente del pueblo español.
Como rituales condensadores de imaginarios colectivos, están transitados por fuertes tensiones políticas y culturales. Los modelos ideológicos maniqueos no pueden comprender esta aparente confusión de pulsiones antitéticas. Debido al papel que tuvieron durante la dictadura, las procesiones han sido asimiladas con el franquismo y con el estereotipo de la españolada. Sin embargo, la Semana Santa ha explotado en las últimas décadas, ya en democracia, coincidiendo con el “abandono” de los templos y con el proceso de secularización. Nunca ha habido tantas cofradías, imágenes religiosas, desfiles y millares de personas consumiendo productos cofrades todo el año. Es un fenómeno inaudito de resignificación popular de fiestas en nombre de las identidades locales, del arraigo y de tradiciones. También nos habla de la capacidad colonizadora del consumo y de la mercantilización de las experiencias “auténticas” o “ancestrales”.
La inflación cofrade tiene múltiples lecturas y todas tienen que ver con las incertidumbres del presente. Porque uno de los rasgos distintivos de nuestra época es la retrotopía: la búsqueda de redenciones colectivas en el pasado y el gusto por la dramatización historicista. Ahí radica la clave del agigantamiento de la Semana Santa: permite representar en el espacio urbano la continuidad de la comunidad en el tiempo y participar en rituales simbólicos de resistencia a la aceleración, al desarraigo y a las transformaciones de la globalización, aunque se haga recurriendo a elementos eminentemente globalizados y a performances católicas descontextualizadas. También posibilita la participación en las “cosas” de la ciudad y la vinculación a un proyecto asociativo, identitario y trascendente. En definitiva, un impasse en las experiencias individualistas y las exigencias utilitarias cotidianas. Esto explicaría la vitalidad de una fiesta de pertenencia y no tanto de creencias.