Será cristiana con el tiempo
España nunca ha sido católica, puesto que la fe solo puede ser profesada por personas, no por países o colectivos. Por supuesto que nuestra nación ha sido sociológicamente católica, y eso ha tenido algunas consecuencias nefastas, aunque también otras bastante buenas. Millones de conciencias han quedado devastadas por interpretaciones equivocadas y por una rigidez y un fanatismo detestables. No hace falta poner ejemplos ni abundar en los detalles, no ayuda. Por otro lado, también millones de conciencias —entre las que se encuentra, entre otras, la mía— han encontrado fuerza y consuelo en la Palabra de Dios, en los sacramentos o en la oración. Esto es, de igual modo, un hecho incontestable.
España está dejando de ser sociológicamente católica, y esto resulta evidente. Hay numerosos estudios al respecto. Mi amigo Rafael Domingo Oslé, en un sugerente artículo titulado Alianza conyugal sacramental, afirma que, según los estudios del Instituto Nacional de Estadística (INE), las bodas católicas han descendido en España un 83% en los últimos 25 años. Este es el dato: de los 194.084 matrimonios que se celebraron en 1996 en España, 148.947 se celebraron en el seno de la Iglesia católica (lo que supone un 76,7% del total ). En 2021, en cambio, apenas cinco lustros después, de las 148.588 bodas que se celebraron en España, solo 24.957 lo fueron de acuerdo con las prescripciones de la Iglesia (es decir, un 16,8%). Muchos feligreses, ante estos datos, se llevarán las manos a la cabeza; sin embargo, para mí se trata de una buena noticia, pues hace que la religiosidad sea algo más personal y auténtico, y no meramente algo establecido o social. Solo así —transformando a la gente hacia su mejor versión— es la religión creíble y deseable. Lo puramente exterior no puede suscitar la vida del espíritu.
La pregunta que abre este debate suscita, cuanto más pienso en ella, otra que estimo más interesante: ¿sigo yo siendo católico? He hecho —y estoy haciendo— un largo y atribulado camino de búsqueda espiritual; y llevo más de tres décadas ejerciendo el ministerio sacerdotal lo mejor que puedo. Sin embargo, contra las apariencias, eso no responde a la cuestión.
Católico es quien cree en Jesucristo en una tradición; y ese es, desde luego, mi caso: sé que Jesucristo vive —lo he experimentado—; nadie puede negármelo. Decir que Dios no existe suena en mis oídos tan extraño como podría sonar en los de quien ama y es amado que no existe el amor.
A esta experiencia —que no es una mera creencia, pues no se mueve en el plano mental, sino en el espiritual— he llegado gracias a la mediación de la Iglesia, de modo que no puedo por menos que permanecer en su seno con espíritu de agradecimiento. La sangre vincula a las personas a sus familias biológicas, lo quieran o no; la fe que recibí en el bautismo me une firmemente a la comunidad eclesial; y no seré yo, ciertamente, quien deshaga este vínculo.
Claro que mi comprensión actual del mensaje y de la figura de Jesús de Nazaret no es como la que tenía cuando era un niño; ni siquiera es, por fortuna, la misma que tenía hace tan solo unos pocos años. Incluyendo y coronando la propuesta doctrinal y moral de la iglesia, la trasciendo en un cristianismo que definiría de místico o integrador. Mi religión es el Amor —me atrevería a decir—, y el cristianismo católico me ha ayudado a llegar a esta profesión, que es la única imprescindible para crear un mundo mejor.
Digo todo esto porque estoy persuadido de que Occidente, y por tanto España, tras la deriva del materialismo —quizá la principal de las desgracias—, será cristiano con el tiempo, es decir, descubrirá a Jesucristo como faro de la humanidad; y quizá hasta llegue a ser católico, entendiendo este término en su sentido literal, es decir, universal. No puede ser de otra forma, puesto que la Verdad es una e inclusiva, y se demuestra porque funciona. Así que esta es mi respuesta: España está dejando de ser católica para ser católica de verdad.