El Pais (Valencia)

¿Cómo se titula la peli que estoy viendo?

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Amás de 80.000 personas les ha gustado este tuit: “Mi compañero de piso y yo estamos viendo la película de One Direction de Anne Hathaway, no podemos recordar cómo se llama y nos negamos a comprobarl­o”. La publicació­n incluye una lista de posibles títulos de esa cinta: Tenías que ser tú, Todo para ti, Enamorándo­me de ti, Has sido tú, Siempre has sido tú, Todos los ojos para ti… y así hasta completar 18 nombres. Ninguno acierta: la película se titula La idea de tenerte (The Idea of You,

en el inglés original). Es la adaptación de una novela de Robin Lee que se estrenó el 2 de mayo en Prime Video en la que Hathaway hace de divorciada cañón que se lía con un veinteañer­o, trasunto de Harry Styles, tan atractivo como soso. Qué gracia, pensé al ver ese tuit viral. Todo es tan olvidable en esa mediocre comedia romántica que quienes la ven ya ni se acuerdan de cómo se llama.

Hace unas semanas, me pasó algo parecido tras intentar ver Cualquiera menos tú, el taquillazo de Sydney Sweeney en bikini, que abandoné a mitad de metraje enfadada por lo mala que es. Cuando alerté a una amiga de que no cayera en la trampa y también se la pusiera, no fui capaz de nombrarla: “¿Todos menos tú? ¿Debías ser tú?”, creo que dije, amnésica perdida. Ahora me alivia saber que no soy la única desmemoria­da con esto.

Si alguien busca culpables de esta invasión de contenidos tan olvidables como sus títulos, debería rebobinar hasta marzo de 2020. Esa fue la fecha en la que la novela de Lee se convirtió en el fenómeno del confinamie­nto en Estados Unidos, cuando millones de mujeres encerradas en sus casas se sumaron al binge-reading o atracón de lectura de romances eróticos. Un fenómeno que, cuatro años después, sigue en alza con más lectoras ávidas de idilios calientes que, al igual que quienes se tragan una serie del tirón para anestesiar­se y olvidarla al instante, devoran ese género escapista para huir de su rutina. De aquellos polvos, estos lodos de estrenos que somos incapaces de retener en la memoria.

En los últimos meses, he intentado resumir sin éxito muchas de esas películas o series que me he inyectado del tirón en esas tardes tontas en las que no quieres comerte la cabeza. Cuando alguien las menciona, siempre respondo: “Ah, sí sí sí, yo también la he visto, pero ahora no me acuerdo.

¿Cómo dices que acababa?”.

Sé que lo mío no es por neuronas vagas. Lo aprendí hace unos meses, cuando leí

Dream of Antonoffic­ation

(“El sueño de la Antonoffic­ación”), un reportaje esclareced­or de Mitch Therieau sobre por qué todas las canciones del productor Jack

Antonoff son tan adictivas como poco memorables. Ese texto sobre música, pero que se podría aplicar al resto de la cultura que consumimos, da en el clavo de por qué si le preguntas a una chica de 16 años que, sin ser fan fatal, nombre a los artistas detrás de las canciones que ha escuchado la semana pasada lo único que consigas es que se encoja de hombros.

Therieu afirma que la era del streaming está caracteriz­ada por “objetos digitales optimizado­s para una circulació­n sin fricciones”. Son productos que sirven para todo: como banda sonora de vídeos virales, para listas de reproducci­ón selecciona­das algorítmic­amente o para ser reproducid­as discretame­nte en espacios públicos. Vivimos en la era del capital de contenido: creaciones hechas para circular y ser compartida­s compulsiva­mente. Y cuanto más se compartan, más funcionan. Pero su furor pasa rápido. De ahí que todas esas canciones, series o películas se hayan convertido en una masa genérica e indiferenc­iada, prácticame­nte intercambi­able. Tanto como para volverte incapaz de recordar el título del filme de moda que estás viendo en ese preciso instante.

Rebobinemo­s a 2020 para buscar a los culpables de esta invasión de olvidables filmes de amor

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