El cine en español da un buen repaso al trabajo doméstico
La película ‘Calladita’ se suma a la tradición fílmica iberoamericana de exponer los abismos entre clases sociales a través de los ojos de las empleadas del hogar
Mujeres, migrantes, personas racializadas, madres solteras que dejan a sus hijos para viajar a otro país con la esperanza de enviar dinero de vuelta. Hacen la cama, cocinan, friegan el piso, recogen a los niños de la escuela y preparan ginebra para los invitados. Las trabajadoras del hogar latinoamericanas, un 23% de las que existen en el mundo, han sido representadas desde inicios de siglo en la gran pantalla como uno de los últimos eslabones de la región más desigual del planeta. Un oficio que “perpetúa jerarquías basadas en la condición socioeconómica, raza y etnia”, según la Organización Internacional del Trabajo, y que se ha convertido en un tema recurrente del cine de Latinoamérica y, más recientemente, del español con películas como Amador (2010), Libertad (2021) o Calladita, estrenada ayer.
“Están en el mismo centro de esos entornos de opulencia y de lujo, pero no forman parte de ellos y su vida es radicalmente diferente a pesar de que cohabiten el mismo espacio que sus empleadores”, asegura Miguel Faus, director de Calladita, que fue presentada en el último Festival de Málaga. El largometraje está protagonizado por la veinteañera colombiana Ana, empleada doméstica de una adinerada familia barcelonesa que pasa el verano en su mansión de la Costa Brava. Los patrones le exigen que sea discreta, silenciosa, casi invisible para no desentonar con ese entorno de ostentación. El cuidado del hogar se vuelve una excusa para subrayar los abismos sociales entre unos y otros, entre la migrante indocumentada y los burgueses catalanes en Calladita, o entre la indígena del pueblo de Manchay y la capitalina en la peruana La teta asustada (2009); entre la que viene del noreste brasileño (la región más pobre del país) y la estilista paulista en la brasileña Una segunda madre (2015); o entre Cleo, que tiene que compartir su minúscula habitación con otra empleada, y la jefa que pasa la Navidad en la finca de su familia en la mexicana Roma (2018).
El cuartito del fondo
“Fuera del servicio doméstico no coinciden las clases sociales en México, porque los estratos medios acomodados y altos no van a los lugares donde pueden encontrarse con estas personas que consideran inferiores”, subraya Xavi Sala, director del filme El ombligo de Guie’dani (2018). En él una madre y su hija de la etnia zapoteca dejan su pueblo para trabajar en la casa de una familia en Ciudad de México. “Los que se consideran pudientes no van al metro, no usan el transporte público, incluso hay gente que no quiere ir al Zócalo [plaza principal de la capital mexicana] porque consideran que es para la plebe”, sentencia Sala, que vive desde hace más de 12 años en México. No es tan despótica la relación entre empleador y empleada en la chilena Lina de Lima (2019), pero sea con mayor o menor discreción, las diferencias son inevitables: “No quería mostrar una relación de odio, pero sí ver las disparidades. Parece que tienen los mismos conflictos, que hay algo que dialoga entre ellos, pero no. Era importante enseñar esa distinción de clase”, dice su directora, María Paz González.
Para ensanchar aún más los extremos de la pirámide social, Calladita y casi todas las producciones que abordan la temática tienen protagonistas que trabajan como internas. No viven en la habitación de huéspedes, sino en “el cuartito del fondo”. Mientras rodaba la película dominicana Carajita (2021), el codirector Ulises Porra visitó a varias familias que albergaban en sus casas a trabajadoras del hogar. “Cuando uno entra se da cuenta de que son ampulosas, grandes, pero de la cocina para allá es un sector distinto. Esa zona de la casa tiene una arquitectura distinta: espacios estrechos, mobiliario ínfimo, habitaciones donde apenas entra un catre. Y ahí ves la frontera.”
Acabar con el sistema de internado es uno de los objetivos de la organización Servicio Doméstico Activo (Sedoac), que agrupa a las trabajadoras del hogar en España,
“Es una situación de explotación y abuso normalizada”
Presidenta de la organización Servicio Doméstico Activo
de las cuales casi el 85% son latinoamericanas. “Es una apropiación del cuerpo de la persona que trabaja. Firmas un horario de 40 horas semanales y terminas haciendo 60. Es una esclavitud moderna donde tienes que pedir permiso para salir a la calle, visitar al médico. Es una situación de explotación y abuso normalizada”, argumenta Edith Espinola, portavoz de la asociación. La trinchera doméstica, libro en el que Cristina Barrial recopila testimonios de empleadas domésticas en España, cuenta cómo a algunas no se les permite mantener las puertas de su habitación cerradas “por si necesitaran algo los jefes”. Espinola cree que muchas de esas representaciones perpetúan estereotipos y estigmas. Que en esa sumisión se las revictimiza. “Se puede hablar de un trabajo de abuso y explotación, pero hay un antes y un después cuando una mujer conoce sus derechos, la mayoría se empodera”. Dice que nunca le gustó la oscarizada Roma, que “romantiza” la paternalización en la que caen muchos empleadores.
Calladita intenta romper ese patrón, la protagonista exige el trámite de sus papeles, realiza pequeños actos de insubordinación como comer la comida de la nevera o tener sexo en la casa cuando no están los jefes. “Hay toda una tradición en la ficción sobre el trabajador de clase baja que aguanta estoicamente todas las durezas del entorno y que no tiene voz. Quería luchar contra eso”, asegura Faus. La relación afectiva puede ser un arma de doble filo porque se difuminan las fronteras entre trabajo y amor. “Cuando la persona a la que cuidas es a quien más ves, es complicado que no nazcan vínculos emocionales. Pero defendemos que no necesitamos familia porque ya tenemos una, queremos que se vinculen como nuestros empleadores”, sostiene Espinola.
Edith Espinola
“Están en entornos de lujo, pero no forman parte de ellos”, dice el director de ‘Calladita’
En ‘Lina de Lima’, “era importante enseñar la distinción de clase”, explica su realizadora
El ya no tan niño terrible del cine griego, Yorgos Lanthimos, lleva tiempo acomodando su transgresión al público de masas. La favorita (2018) y, sobre todo, Pobres criaturas (2023) lo han convertido en un cineasta comercial legitimado por la etiqueta de gran provocador. Su dominio de la puesta en escena es innegable, como su talento estético, pero Pobres criaturas (León de Oro del último festival de Venecia) acababa ahogada en su barroquismo. Lo mejor de la película era su personaje central, Bella Baxter, interpretado con innegable riesgo por Emma Stone, una actriz que ha encontrado en Lanthimos un cómplice perfecto para explorar personajes femeninos libres y desatados. Bella Baxter, sin embargo, encerraba una problemática paradoja: su revolución sexual se sostenía sobre una de las fantasías eróticas más misóginas que existen, el de una mujer con el cerebro de una niña. Una ninfómana pura e inocente que, en el fondo, no incomoda a nadie, sino más bien al revés.
La extravagancia de Pobres criaturas funcionó tan bien que Lanthimos ha debido de sentir un poco de culpa y quizá incluso de pánico por acabar absorbido por la falsa contracorriente de Hollywood. Se imponía la necesidad de volver a sus orígenes, a su cine más extraño y enfermizo y, en ese sentido, su nueva película, Kinds of Kindness, presentada ayer en la sección oficial de Cannes, no defrauda. Tampoco convence. Está hecha para desagradar e incomodar. El problema es que más allá de eso no hay mucho más.
Kinds of kindness está compuesto por tres fábulas alrededor de las averías afectivas, bien sazonadas de vísceras y sexo, y con el mismo elenco de actores en diferentes papeles: Emma Stone, Jesse Plemons, Willem Dafoe, Margaret Qualley, Hong Chau, Joe Alwyn, Mamoudou Athie y, en un cameo que parece hecho solo para desnudarla, Hunter Schafer. Aunque las historias no están conectadas entre sí, añaden capas malsanas.
El primer relato es un macabro
‘Kinds of Kindness’ circula instalada en la permanente desazón, algo que agota
juego de poder en el que un hombre rico (Dafoe) manipula a un pobre hombre (Plemons) para que atropelle a otro. El episodio esconde un fetichismo curioso con objetos de mitos del deporte. En el segundo, la atmósfera se empieza a viciar cuando una mujer (Stone) regresa a su casa después de haber pasado por una experiencia extrema de supervivencia. Ella y su pareja (Plemons) suelen quedar con otro matrimonio para cenar y tener sexo, pero él, que sospecha de algo extraño en la actitud de su mujer desde que regresó, empieza a pedirle que se mutile para probarle su amor. El tercer relato es sobre una secta, con su gurú (Dafoe) con derecho de pernada y una fanática (Stone) en busca de una mujer joven para una misión también macabra. En fin, las tramas dan un poco igual, la película circula instalada en la permanente desazón, algo que agota tanto como su cinismo. Stone y, sobre todo, un magnífico Plemons, saben seguirle perfectamente la cuerda a Lanthimos y eso ayuda bastante a que el tono mórbido general funcione.
También, que la sofisticada estética del cineasta griego es, sin duda, absorbente. Pero en el fondo, y pese al elegante envoltorio —lo más inolvidable es un cochazo morado pasado de revoluciones conducido por Emma Stone—, no hay nada ni tan arriesgado ni tan bestia ni tan divertido en su nueva exploración de nuestras rarezas. Que sí, que los humanos somos lo peor, que nuestra alma es oscura e insondable, que somos unos pobres tarados y que la fe en la humanidad es cursi y del pasado. Pero esa provocación es a estas alturas vacua y redundante, tanto que no vale ni para escandalizarse ni para echarse unas risas.