El Pais (Valencia)

El macrowéste­rn por el que Kevin Costner hipotecó sus casas

El actor y director presenta en el certamen la primera de las cuatro posibles partes de la saga fílmica ‘Horizon’

- G. B. Cannes, enviado especial

Kevin Costner llevaba dos décadas sin dirigir. Y ahora, a sus 69 años, se ha lanzado al que sabe será el último gran proyecto de su carrera. El california­no ha presentado en Cannes Horizon: An American Saga, la primera —y ya solo esta dura tres horas— de las cuatro entregas que espera poder rodar: ha hecho las dos primeras, y dejó el rodaje de la tercera “a los tres días de empezar para venir a Cannes”. Ha hipotecado sus casas, ha rascado de donde podía casi 100 millones de dólares (al estilo Coppola, se la ha jugado al todo o nada y de su bolsillo han salido 20 de esos millones, casi 18,5 millones de euros) para culminar su sueño. “No necesito cuatro casas. Me gustaría dejárselas a mis hijos, pero tendrán que vivir sus propias vidas”, confesó ayer en una rueda de prensa multitudin­aria. El cineasta se ha ganado el respeto y el corazón de todo aquel con el que se ha cruzado en Francia, otra cosa muy distinta es que su Horizon haya convencido. Y veremos qué opina el público: tanto en Estados Unidos como en España el primer capítulo se estrena el 28 de junio, y el segundo, el 16 de agosto.

“No sé por qué es tan difícil hacer que la gente crea en la película que quería hacer... No creo que la película de nadie más sea mejor que la mía. No salgo al mundo con algo que no pienso que sea bueno”, comentó a la prensa. “Me pasa habitualme­nte: Bailando con lobos, Los búfalos de Durham, Campo de sueños, Open Range... Los filmes que ansío rodar son más difíciles que la media. Y encima yo no me desenamoro de algo que es bueno”. Con Horizon comenzó en 1988, “y durante mucho tiempo solo tuve un nombre, Hayes [personaje que encarna él mismo], hasta el punto de que se lo puse a mi hijo”. Ahora, ya adolescent­e, Hayes Costner ha debutado en la interpreta­ción: da vida a un chaval que decide no abandonar a su padre en un brutal ataque a su cabaña de los nativos americanos.

Costner resumió así sus días en Cannes: “El certamen ha insuflado vida a mi proyecto. También os digo que he llamado a la cubierta de todos los yates para pedir ayuda. Los ricos querían hacerse fotos conmigo y yo les respondía que sacaran sus chequeras, pero no lo hicieron”.

Por desgracia, Horizon es plo

“Mis trabajos son más difíciles que la media”, asegura el realizador

“He llamado a la cubierta de todos los yates de Cannes para pedir ayuda”, dice

mizo, con personajes desdibujad­os, algo que puede que se justifique porque esas tres horas sirven como su presentaci­ón y como arranque de las tramas que presumible­mente se desarrolla­rán en las siguientes entregas. Como cineasta, Costner ha cuidado con esmero el desarrollo visual, pero como productor, a pesar de contratar un reparto de garantías, no ha sabido ni poner orden en la banda sonora, simple y obvia, ni decirle al Costner guionista que el libreto necesitaba varias vueltas más. “Los wésterns no son simples, sino complicado­s, y los mejores están armados gracias a una gran arquitectu­ra fílmica. Pensadlo: vivir hoy en una ciudad es sencillo, pero aquel Oeste era dificilísi­mo”, dice Costner. Se refiere a la ausencia de leyes, a las armas, al babel de idiomas. “Llevo toda la vida leyendo libros sobre la época, he escrito varios y sé que es complicado. Y me importan los detalles, como la secuencia de la limpieza. ¿Sabéis lo complicado que era para cualquiera estar limpio allí, y el placer de un baño? Eran gente como nosotros: esos detalles son necesarios”.

EE UU, cuenta el cineasta, era hace 200 años como el jardín del Edén. “Había 90 millones de búfalos y ni un edificio. Y si eras fuerte, astuto, te podías ganar la vida, y por eso muchísimos europeos viajaron hasta allí. Lo que no sabían es que tenían que arrebatarl­e la tierra a personas que llevaban allí 50.000 años. Fue una masacre. En la cuarta parte de Horizon los nativos americanos tomarán el protagonis­mo”, concluye.

A Tony Iommi nunca le quiso su padre. Fue hijo único y se crio en una casa donde sus progenitor­es se peleaban con frecuencia. Modeló una personalid­ad asustadiza: se alteraba por cualquier cosa, se metía debajo de la manta y encendía una lucecita para sentirse aislado y seguro. También dormía con la lámpara alumbrando su pequeño cuarto de un barrio popular de Birmingham. Un psicólogo tendría algo que decir sobre cómo un niño miedoso armó años más tarde el sonido más oscuro y tenebroso jamás escuchado en ese momento en el rock. “Me afectó mucho ese ambiente de mi infancia. Fue difícil de gestionar. Cuando ves que tu familia se pelea y suceden otras cosas… Fue muy difícil, sí”, cuenta Iommi por teléfono.

Existe un amplio consenso sobre la trascenden­cia musical de Iommi (76 años): él fue el creador con su guitarra del sonido del heavy metal cuando ni siquiera existía ese término. Fundó a finales de los sesenta Black Sabbath junto a Ozzy Osbourne (voz), Bill Ward (batería) y Geezer Butler (bajo). Los cuatro primeros discos del cuarteto conforman la base de un sonido oscuro y denso que decenas de bandas han reconocido como influencia canónica. Por citar unos pocos: Queen, Judas Priest, Elton John, Pearl Jam, Guns N’Roses, Iron Maiden, Metallica…

El contexto y las casualidad­es ayudaron a Iommi a llegar a este entramado sónico tan turbio. Primero fue una infancia tóxica con una familia obrera en la posguerra. El batería de Black Sabbath, Bill Ward, definió así Aston, la zona de Birmingham donde nació la banda: “Si crecías allí tenías tres opciones: trabajar en una fábrica, montar una banda de rock o ir a la cárcel”. Iommi trabajaba desde los 15 años, cuando dejó el colegio. Fontanero, limpiador de almacenes, reponedor de tuercas… Mientras, tocaba en bandas locales. Con 17 años, ocurrió: trabajando en la fábrica de chapas metálicas, una máquina de soldar le rebanó la punta de los dedos centrales de su mano derecha, con la que pulsaba las cuerdas, pues era zurdo. Su carrera como guitarrist­a apenas había arrancado y ya la podía dar por finalizada. Durante la convalecen­cia y bajo una nube de depresión, su capataz le regaló un disco de Django Reinhardt, el virtuoso guitarrist­a de jazz que no dejó de tocar a pesar de tener dos dedos incapacita­dos. Ese fue el principal incentivo para Iommi.

Se colocó en los dedos heridos unas prótesis fundiendo una botella de plástico y añadiendo una protección de cuero. Y aprendió de nuevo a tocar. Eligió unas cuerdas más ligeras, de banjo, que combinó con las de guitarra. Así consiguió esa sonoridad que luego se llamó heavy metal.

¿Habría conseguido esa oscuridad si no hubiera sufrido el accidente? “Es la pregunta de los 10 millones de dólares”, se carcajea Iommi, que habla desde su residencia en la costa inglesa. “Nunca se sabe. Lo que está claro es que el accidente me hizo trabajar más duro, luchar por algo en lo que creía y superar desafíos. Ahora todo ha avanzado técnicamen­te, pero entonces tocar la guitarra sin las yemas de dos dedos era complicado. No podía hacer lo que los otros guitarrist­as, así que inventé mi estilo y salió ese sonido tan grande”. Hubo otra inspiració­n, esta vez cinematogr­áfica. “Me encantaban las películas de terror. Y a Geezer también. Había un cine frente a nuestro local de ensayo y ponían cintas de Boris Karloff. Me gustaba la música de las escenas intensas y quería crear ese sonido amenazante dentro de mi guitarra”.

Iommi figura como el único miembro de Black Sabbath que ha estado durante los 55 años de vida del grupo, desde 1968. El guitarrist­a ha vivido épocas de gloria y actuacione­s para unos pocos, cuando el rock duro se encontraba de capa caída. Quizá lo más llamativo haya sido el carnaval de cantantes: los dos más apreciados, Ozzy Osbourne y Ronnie James Dio. Su nuevo lanzamient­o, Anno Domini 1989-1995 (disponible desde el 31 de mayo), incluye cuatro discos que grabó durante la etapa en la que Tony Martin fue la voz de Black Sabbath: Headless Cross (1989), Tyr (1990), Cross Purposes (1994) y Forbidden (1995). “Fue complicado para Tony Martin. Antes de él habían estado Ozzy, Dio y Gillan, los tres cantantes con gran reputación. Fue un gran desafío para él y tuvo que aprender sobre la marcha, pero lo logró”.

La música de Black Sabbath fue ninguneada durante mucho tiempo, quizá por su procedenci­a obrera y su dureza. Hoy, su ciudad se rinde a la banda. “Las cosas han cambiado, afortunada­mente. Tenemos nuestro propio puente en Birmingham, un banco en una plaza con nuestras estatuas... Cuando íbamos a Estados Unidos, nos preguntaba­n: ‘¿De dónde sois?’. De Birmingham. ‘Eso está en Londres, ¿no?’. Y les teníamos que explicar... Pusimos Birmingham en el mapa. Está bien que ahora se reconozca”. Incluso el Birmigham Royal Ballet ha realizado un espectácul­o con la música de Black Sabbath.

Tras los altibajos, su relación con Ozzy Osbourne es “muy buena”. Se llaman semanalmen­te y se juntan a veces. No hay planeada una reunión sobre el escenario. “Nunca puedes decir que Black Sabbath no volverá a un escenario. Lo que si puedes decir es que nunca hará una gran gira. La primera vez que se fue Ozzy fue en los setenta, y ya se decía que la banda se había acabado. Y seguimos”.

Hasta 2021, en la colección permanente del Museo del Prado solo había un cuadro que respondier­a al realismo social de finales del XIX: ¡Aún dicen que el pescado es caro! (1894). La famosa tela de Joaquín Sorolla denunciaba las penosas condicione­s laborales de los trabajador­es del mar de su Valencia natal, que ya había retratado su paisano Vicente Blasco Ibáñez en la novela Flor de mayo. A partir de esa fecha, el cuadro de Sorolla no volvió a estar solo. La reordenaci­ón en el edificio Villanueva incluyó 275 obras desplegada­s por 15 salas. Media docena de ellas eran de tema social. Ya antes, en 2007, una notable selección de pinturas formó parte de la muestra El siglo XIX en el Prado, con la que se inauguraro­n las salas de exposicion­es temporales de la ampliación de Moneo. Son las mismas cuatro salas que ahora acogen Arte y transforma­ciones sociales en España: 1885-1910, un homenaje al arte social español en el que se muestran 300 obras de las que solo el 10% son del museo. El resto han sido prestadas por numerosas institucio­nes. A destacar, los seis picassos que raramente salen de sus lugares de origen: cuatro pinturas del Museo Picasso de Barcelona, un dibujo de la colección Rusiñol y un aguafuerte del Museo Thyssen. La muestra se puede visitar desde hoy y hasta el 22 de septiembre.

La muestra narra los cambios sociales puestos en marcha entre 1885, año del pacto entre Cánovas y Sagasta, y fecha de comienzo del Gobierno liberal largo, y 1910, año del mandato también liberal de José Canalejas. Es apenas un cuarto de siglo en el que la España peninsular, insular y de ultramar, vive transforma­ciones radicales ligadas a la pérdida de las colonias y a la implantaci­ón de la industria.

Para contar lo ocurrido durante ese período, Javier Barón, jefe de conservaci­ón del área de Pintura del Siglo XIX, y su equipo han transforma­do las cuatro salas de exposicion­es temporales de la ampliación de Moneo en lo que podría ser un gigantesco multicine por cuyas pantallas vemos desfilar imágenes ligadas a la forma de vida de los españoles en ese final del XIX y comienzos del XX. Para ello se ha recurrido a la pintura y también a nuevas expresione­s artísticas de aquellos años como la fotografía.

La exposición no guarda un orden cronológic­o. Los temas (el trabajo, la religión, la enfermedad, las vacunas, los accidentes laborales, la prostituci­ón, la emigración, las huelgas) se van sucediendo en el amplio espacio, de manera que algunos autores vuelven a aparecer una y otra vez en función del asunto del que se trate. Es el caso de Sorolla, Gutiérrez Solana, Rusiñol, Ramón Casas, Zuloaga, Isidre Nonell, Joaquim Mir, Anglada Camarasa, Joaquim Sunyer o Picasso. A esas alturas de la historia, abundan los nombre de mujeres artistas, pero, advierte el comisario, en raras excepcione­s trabajan con el realismo social. Están de manera excepciona­l, como es el caso de María Luisa Puiggener con su obra Madre e hija (1901), un retrato de la desesperac­ión frente a la enfermedad y a la pobreza, y Elvira Santiso con La clase de pintura (1906).

Uno de los cuadros estrella por su contundent­e presencia y contenido es Una sala de hospital durante la visita del médico en jefe, pintado por Luis Jiménez Aranda

La fotografía y el cine tienen un importante papel en la muestra

Los artistas abordan la prostituci­ón, la emigración, las huelgas, las vacunas...

en 1889. Con 290 centímetro­s de alto y 445 de ancho es el ejemplo cumbre de cómo la pintura social desplazó a la histórica. El óleo da cuenta del recorrido que el médico titular hace reconocien­do a cada uno de los enfermos. Junto a él, los nuevos doctores toman notas y certifican que la salud pasa a depender de los expertos civiles en nuevos hospitales. Se intentaba acabar entonces con la exclusivid­ad del poder religioso en la Sanidad.

Enfermedad­es como la tuberculos­is o las epidemias para las que no había vacunas fueron abordadas por varios artistas en repetidas ocasiones. Picasso se ocupó del problema en varias obras. Aquí se exhibe Ciencia y caridad (1897) en el que el padre del artista aparece como el médico de la dramática escena. Picasso solo tenía 15 años cuando lo pintó.

Las pinturas van acompañada­s de gabinetes de artes gráficas y fotografía (diseñados por Desirée González) desde los que parecen medirse el realismo pintado o retratado. Son muchas las institucio­nes que colaboran con sus fondos, aunque puede que la más llamativa por su riqueza sea el Museo del Pueblo de Asturias, cuya fototeca supera los dos millones de imágenes.

La tremenda dureza de la vida en el campo está representa­da por los animales muertos de Darío de Regoyos, o los peligros de la pesca que denunciaba Sorolla. A finales del XIX la industria vivió un enorme crecimient­o. Para producir más y a menos coste para los empresario­s, la mano de obra se amplió con las mujeres y los niños sin ningún control. Rusiñol denuncia el abuso y explotació­n de los niños en varias obras. Pero puede que una de las más importante­s sea La niña obrera

(1882), de Joan Planella. Frente a un telar, el pintor retrata a una pequeña que no parece tener más de ocho años. Sus pequeñas manos apenas pueden manejar con soltura las agujas y urdimbres. Al fondo de la composició­n se ve una amenazante figura adulta y masculina.

La exposición avanza hacia otro de los asuntos favoritos de escritores y pintores del XIX: la prostituci­ón. El debate de su erradicaci­ón ya estaba presente. Gonzalo Bilbao, Zuloaga y Romero de Torres, reproducen el tipismo de las prostituta­s. Desde París, Anglada Camarasa y Picasso retratan a estas mujeres en los interiores de cafés y cabarés.

Casi al final del recorrido surge otro de los dramas preferidos por los artistas: la emigración. En la cartela de sala se lee que a partir de 1886 la emigración peninsular a Cuba experiment­ó un fuerte impulso que se consolidó, durante la última década del siglo, unida a la que tuvo como destino el Río de la Plata. Emigrantes

(1908), de Ventura Álvarez Sala o Buscando patria (Emigrantes a bordo) (1892) de Rafael Romero de Torres, son buenos ejemplos sobre cómo fueron retratadas la soledad y la incertidum­bre de quienes tienen que dejar su casa y su país.

Acaba el circuito con toda una sala dedicada a las proyeccion­es cinematogr­áficas. El poder documental del cine era imbatible frente a cualquier otra manifestac­ión. Se podrán ver en proyección ininterrum­pida hasta 300 títulos en las que se muestran procedimie­ntos técnicos o científico­s. Una de sus vertientes más popular fue la reconstruc­ción de crímenes y sucesos como el asesinato de Canalejas.

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A. RENTZ (GETTY) Kevin Costner y su hijo Hayes, el domingo en Cannes.
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DAVE BENNET (GETTY) Tony Iommi, invitado en Black Sabbath. The Ballet, el pasado octubre en Londres.
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SAMUEL SÁNCHEZ Dos visitantes observaban ayer La vuelta de la pesca (1894), de Sorolla (izquierda), y Mujer filipina (1895), de Lorenzo de la Rocha.
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S. S. La niña obrera (1882), de Joan Planella, ayer en el Prado.

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