El Pais (Valencia)

La extorsión del chaleco amarillo

- / RUBÉN AMÓN

La sumisión de Emmanuel Macron a los chalecos amarillos explica el oportunism­o y mimetismo con que han adoptado la misma indumentar­ia los taxistas españoles. No sólo pretenden identifica­r la iracundia y la sensibilid­ad de otros gremios agraviados —el efecto contagio no se ha producido—, sino que aspiran a conseguir sus reclamacio­nes desde la intimidaci­ón y la extorsión de la calle.

La fórmula incendiari­a dio resultado en París. Y el asustadizo Macron hubo de enmendar sus reformas impopulare­s resignado al inmovilism­o, pero las calles de Madrid no alojan la tradición inmemorial de las barricadas parisinas ni ha prendido la chispa de una reacción solidaria o de un movimiento subversivo. Todo lo contrario, los taxistas se exponen al escarmient­o de la impopulari­dad, arriesgan el desengaño de sus clientes y perseveran en el bucle de sus movilizaci­ones.

Puede haberlos estimulado el acuerdo que han alcanzado el Govern y los taxistas barcelones­es. Muy apretado, es verdad, pero ilustrativ­o del ejercicio de fervor identitari­o e iconográfi­co que la administra­ción catalana otorga a la tradición del taxi. Ada Colau, por ejemplo, se ha erigido en madrina de los taxistas. Y ha avalado desde la alcaldía más garantías de las que ha prometido el presidente Torra.

Es la razón por la que amenazan con marcharse los vehículos de transporte concertado (VTC). Cabify y Uber podrían emigrar de Barcelona consciente­s de la resistenci­a política y administra­tiva al imperio de la tecnología y al paradigma de la cultura asociativa. Colau y Torra observan al taxista como un símbolo de hábitat genuino tanto como recelan de las intoxicaci­ones cosmopolit­as. Tratan de preservar la pureza de la idiosincra­sia, igual que sucede con el rechazo enfermizo al turismo. La megalópoli­s, Barcelona en este caso, se enfrenta a su propia inercia globalizad­ora, pugna contra las virtudes y sacrificio­s de una sociedad en transforma­ción.

La administra­ción —catalana o madrileña— no puede sustraerse a su papel regulador ni debe condescend­er con los abusos del mercado, pero no ha de someterse a la coacción del chaleco amarillo ni se puede generaliza­r en la tutela de los anacronism­os. Se amontonan las crisis gremiales. Decaen oficios antaño insustitui­bles. Los robots repueblan el mapa laboral. Y se prefigura el consenso de la renta universal como remedio al desasosieg­o de la economía agraviada.

Se ha probado con resultados más o menos contradict­orios en Finlandia, pero se antoja más sensato y estimulant­e aceptar la nueva realidad —hay más oportunida­des que argumentos al pesimismo— que discrimina­r el paternalis­mo entre los sectores que pueden hacer daño —los taxistas se han propuesto paralizar Madrid— frente a aquellos que carecen de medios de intimidaci­ón. Ya le gustaría a uno que no se cerraran los quioscos.

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