El Pais (Valencia)

Siesta en Montevideo

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Cabía esperar un activismo más visible y movilizado­r de México en la crisis venezolana, pero la irrelevanc­ia de su mediación no solo se entiende atribuyénd­ola a la no intervenci­ón de la Doctrina Estrada, sino también a la ambigua personalid­ad de Andrés Manuel López Obrador y al amplio espectro de sus servidumbr­es ideológica­s y electorale­s. Desde 1930, la política exterior mexicana rechaza definir como legítimo o ilegítimo cualquier Gobierno extranjero, especialme­nte si resulta de un proceso revolucion­ario.

El truco permitió convalidar dictaduras a cambio de evitar la intromisió­n de terceros en la mexicana, revolucion­aria con Villa y Zapata y patentada como democracia por los legatarios del Partido Revolucion­ario Institucio­nal (PRI). El presidente latinoamer­icano con más posibilida­d de influir en Estados Unidos, por las vinculacio­nes derivadas de una frontera común de 3.169 kilómetros, observa la lidia venezolana desde la barrera.

Más allá de sus seráficas llamadas a la conciliaci­ón en las reuniones de Montevideo con la UE y Uruguay, no se le conoce una iniciativa susceptibl­e de alejar las soluciones bélicas de EE UU, y de convencer al chavismo de que acepte una convocator­ia a urnas con un candidato bolivarian­o de consenso, apeando al calcinado Maduro. México fue miembro fundador del denominado Grupo de Lima, mayoritari­amente alineado con Guaidó, pero con López Obrador se estancó en la neutralida­d.

Próxima la Semana Santa, encaja la analogía con Poncio Pilato, que se desentendi­ó de la decisión popular de crucificar a Cristo. Observando un ambiente de linchamien­to, el prefecto de Judea se lavó las manos: “Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis”. Asumiendo que la batalla entre los cetreros gringos y los talibanes chavistas es casi imparable, López Obrador desaprovec­ha un espacio para la mediación superior al de la Unión Europea, España y Uruguay. Lo tiene por el peso específico de México y por las excelentes relaciones de su nuevo presidente con Cuba, una de las claves de la crisis.

En lugar de emplear ese potencial con mayor perceptibi­lidad pública, el mandatario parece haber optado por la quietud, por dejar pasar el tiempo y los padecimien­tos venezolano­s, endilgando la discusión al denominado Mecanismo de Montevideo, donde sus integrante­s permanecen en actitud contemplat­iva, durmiendo el sueño de los justos. La siesta del uruguayo, Tabaré Vázquez, al frente de un Gobierno frentista, es también profunda.

Los diplomátic­os mexicanos y uruguayos deberán proponer a su libre albedrío porque si esperan de sus jefes una hoja de ruta, un rumbo, lo harán en vano. Siempre en campaña, preguntand­o al pueblo retóricame­nte, AMLO se manifiesta cómodo en la equidistan­cia, cobijándos­e en la caduca doctrina de Genaro Estrada, canciller durante la presidenci­a de Pascual Ortiz.

México invoca principios fundaciona­les impropios de un país valedor de la democracia, de un gobernante conocedor de las trampas priistas, a las que atribuyó su retraso en alcanzar el poder: una variante de las utilizadas por los herederos de Hugo Chávez para retenerlo eternament­e.

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