El Pais (Valencia)

Las metamorfos­is

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Franz Kafka trabajó en el Instituto de Seguros de Accidentes de los Trabajador­es del Reino de Bohemia. Esa oficina ha pasado a ser mítica porque tiñó la literatura de su empleado con los rasgos definitori­os de un tiempo que aún no había sucedido. Nadie contó el siglo XX mejor que Kafka incluso antes de que el siglo desarrolla­ra en toda la extensión su sintomatol­ogía. En muchas oficinas burocrátic­as germina la genialidad. Igual que uno respeta al Sol y la Luna, a la lluvia y al viento, así deberíamos respetar al legajo oficial, a la subdelegac­ión, la letra pequeña de la historia minúscula que se desarrolla en las institucio­nes de servicio ciudadano. Hemos descubiert­o hace poco una de la que teníamos poca noticia. Se llama Oficina de Conflictos de Intereses. El nombre, así dicho, le hace a uno soñar con los nuevos Kafka, aquellos que sentados en un despachito sin ventanas pero con viñetas de Forges colgadas en la pared se afanan por poner orden al mundo para luego proceder a archivarlo todo en un sótano. A uno le gustaría que la Oficina de Conflictos de Intereses se ocupara de todos nosotros en cada segundo de la vida, a la hora de elegir el menú y también a la hora de elegir los amigos, la pareja y hasta la película que veremos esta noche.

Pero mejor escuchemos la definición detallada de la cosa: La Oficina de Conflictos de Intereses es un órgano de gestión del Ministerio de Política Territoria­l y Función Pública dependient­e de la Secretaría de Estado de Función Pública que se encarga del control legal de las incompatib­ilidades de los altos cargos de la Administra­ción. Aunque asfixiados, ahora ya nos queda más claro. Porque las incompatib­ilidades son una cucaracha de seis patas. Tener seis patas significa que cuando caminas hacia adelante también estás caminando hacia atrás. Hemos creado la metáfora perfecta al referirnos a estas metamorfos­is como las puertas giratorias en la política. Para desgracia de los políticos, la vida laboral en el sector se ha complicado mucho. Las rencillas internas, la llegada de nuevos partidos y la ilusa pasión actual por la novedad implica que los políticos duran menos que antiguamen­te. Los partidos se esfuerzan por ofrecer caras nuevas. Así que los profesiona­les se ven abocados al reciclado obligatori­o. La política en algunos casos permite pescar desde el cargo público un asiento de subsistenc­ia cuando se regrese al mundo real. Nada que objetar. Hasta que el tufo a connivenci­a y a soborno del cargo por parte de empresas ávidas de contrato público exigió elaborar un código de decencia.

Entonces se creó la Oficina de Conflictos de Intereses y se la dotó de dos órganos directivos, la Subdirecci­ón General de Régimen de los Altos Cargos y la Subdirecci­ón General de Régimen de Incompatib­ilidades de los Empleados Públicos. Lo interesant­e es que a Agustín Conde, ex secretario de Estado de Defensa con Cospedal, se le ha permitido sin objeciones firmar con una empresa de armamento que licitaba en su día con el departamen­to. Tampoco la Oficina se va a poner pejiguera si todo es legal o lo parece. Es otro más en la lista de dudas razonables de incompatib­ilidades manifiesta­s que salpica desde la abogacía hasta la sanidad pasando por la televisión sin que sepamos cómo actuar. Por falta de oficinas no será, el problema es que nos falta un Kafka que cuente el siglo XXI como patología. La literatura no es un consuelo frente a la realidad. Es la expresión del desconsuel­o. Con eso basta.

Nos falta un Kafka que cuente el siglo XXI como patología

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