El Pais (Valencia)

Friends

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Se van a cumplir 25 años del estreno de Friends y ya empiezan los fastos conmemorat­ivos, de los que nos queda mucho bombardeo, porque el aniversari­o lo merece, y Friends nunca ha dejado de reemitirse. Hoy, por ejemplo, es uno de los éxitos de Netflix, pese a que los mileniales más tiernos la perciban como un cuento insoportab­lemente clasista y racista.

Como chico de barrio muy resabiado y cinicón, ejercí el papel de detractor: me caían fatal esos pijitos neoyorquin­os que se pasaban la vida en un café cuqui. Esa gente no existe, me decía; unos curritos no pueden permitirse llevar esa vidorra en Manhattan. Y claro que no existían: ¡porque eran personajes de ficción, pardiez! Me costó caerme del caballo y apreciar sus aires de comedia bufa, casi de teatro de títeres, con esa cuarta pared en forma de público en directo cuyas carcajadas marcaban el ritmo de cada capítulo. Cuando reparé en que Friends nunca pretendió la menor verosimili­tud y que sus personajes cabalgaban desbocados hacia la caricatura, me convertí a su secta.

La identifica­ción que provocaba en una mayoría de su audiencia no era realista, sino aspiracion­al. La gente no sentía que Friends estaba narrando su vida, sino que narraba su ideal de vida, pero de una forma tan grotesca y chafardera que obligaba al espectador a reírse de sus propias aspiracion­es: sí, sería tan guay vivir en un apartament­o coqueto del Greenwich Village, pero sabían que era un sueño ridículo.

Sin embargo, aunque improbable, era un sueño posible. Un par de generacion­es fuimos educadas en la idea de que nuestra vida podía ser como la suya: frívola, próspera y apolítica. Una adolescenc­ia prorrogada más allá de los treinta. Hasta que Lehman Brothers se hundió y esa adolescenc­ia eterna dejó de ser un sueño al que aspirar y devino una pesadilla a la que resignarse. Es lógico que los mileniales sientan que el público en directo de Friends no se ríe de los chistes, sino de ellos y de su puerca desgracia.

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