Las dos almas de una protesta
La rotonda de Ploërmel —un pueblo en el centro de Bretaña, tierra de bosques legendarios, druidas y menhires— es desde hace tres semanas el lugar de guardia permanente de una veintena de activistas ataviados con la emblemática prenda fluorescente obligatoria en los automóviles. Han construido una cabaña de madera. Dentro, unos sofás y un colchón destartalado donde duermen por turnos. Fuera, hay una barbacoa con salchichas.
Aquí, la palabra violencia no es tabú.
“Los chalecos amarillos no son alborotadores. Pero cuando alguien está harto, ya no tiene nada que perder”, dice Annie Coto, cuidadora en una residencia de discapacitados que ha aprovechado su día libre para ponerse el chaleco e instalarse en la rotonda de Ploërmel. “La gente no tiene nada que perder”, añade. “Están en la miseria social, y trabajan, trabajan”.
A veinte kilómetros, en una casa del bucólico pueblo de Bohal, Jacline Mouraud saca el acordeón y toca El vals de mil tiempos. La embriagadora melodía de Jacques Brel se acelera. Un poco como la vida de esta mujer. En menos de un mes, ha pasado de ciudadana anónima a convertirse en uno de los rostros más conocidos de la revuelta de los chalecos amarillos y ahora a recibir amenazas de algunos de ellos.
“Que nome amenacen sin que haya consecuencias”, dice Mouraud, que se presenta como hipnoterapeuta y acordeonista de profesión. “Les diría que no es con la violencia total como se obtienen resultados. De todas maneras, en el caso de que quieran una destitución del presidente, deberían reflexionar. Y después, ¿qué? ¿Qué pasará con el país?”.
En la primera jornada de bloqueos en carreteras, el 17 de noviembre, los chalecos amarillos eran aún un movimiento contra la subida del diésel. La nueva tasa perjudicaba a habitantes de la Francia rural o de las ciudades medianas y pequeñas que usaban sus vehículos para trabajar, y llegaban ahogados a fin de mes. Hoy, algunos de sus mensajes reclaman un aumento del poder adquisitivo, pero otros buscan directamente el cambio de régimen. El odio al presidente Emmanuel Macron es el denominador común.
En muy poco tiempo, los chalecos amarillos han ampliado el campo de batalla. No solo en las reivindicaciones; también en los métodos. La violencia política ha irrumpido en la vida francesa. Y funciona. Tres días después de los graves incidentes del 1 de diciembre en París, que dejaron más de cien coches quemados, edificios incendiados y comercios saqueados, Macron aceptó dar marcha atrás en la subida de las tasas sobre el carburante, prevista para el 1 de enero. Fue la primera victoria de los chalecos amarillos.
Jacline Mouraud, en Bohal, y Annie Coto, en Ploërmel, representan dos visiones distintas sobre el futuro de los chalecos amarillos. La primera es una pequeña celebridad en el variopinto ecosistema de este movimiento sin líder ni programa. La segunda es una ciudadana normal, pe- mágenes de barricadas o coches ardiendo, encapuchados, policías golpeando y lanzando gases lacrimógenos, mobiliario urbano volando e incluso edificios incendiados, en una gran ciudad, no digamos con el fondo urbano de París, son el sueño de todo director de periódico o telediario. Magnifican el acontecimiento y la revuelta urbana adquiere pronto la connotación de revolución en el imaginario global.
El Arde París salta a los titulares. En los países pobres, la subida del pan o el arroz provocan estallidos de cólera; en Francia, país símbolo de la prosperidad del Primer Mundo, con una protección social envidiable, la primera mecha fue hace un mes el incremento de los impuestos del gasoil.
Al combustible inicial se une un cierto hartazgo de un presidente que había hecho saltar por los aires el tradicional bipartidismo izquierda-derecha a favor de un reformismo centrista y una posición europeísta. Hoy, Macron es detestado por la mayoría como el presidente de los ricos, altivo e incapaz de entender cómo viven, malviven, amplios sectores perdedores del sistema.
Las revueltas callejeras son casi un deporte nacional francés; se suceden cuando los Gobiernos pretenden reformar un país estatista y muy corporativo. Hace medio siglo, los franceses, según un famoso artículo de Le Monde, “se aburrían”, sumidos en un bienestar adormecedor. Dos meses después saltó la chispa del Mayo de 1968. ro entregada, como tantos otros, a una causa que nadie sabe en qué desembocará.
En la rotonda de Ploërmel, Annie Coto lleva el Gwenn ha Du, la bandera blanquinegra de Bretaña, y una sonrisa contagiosa. “Aquí he encontrado una nueva familia, nuevos amigos”, dice.
La bandera no es una seña exclusiva: en la cabaña que alberga a los chalecos amarillos también luce la tricolor, la bandera de Francia. Pero el regionalismo es un rasgo significativo, aunque secundario, del movimiento. En un artículo publicado el 1 de diciembre en el diario Ouest-France, el geógrafo Jean Ollivro interpretaba en esta clave la revuelta, como una reacción contra la “monarquía parisiense”, el “hiperjacobinismo” y el “ultracentralismo” de la capital.
París son las élites y los bancos. Y Macron, que “ha decidido dar migajas al pueblo, pero el pue-
Devino en una revolución contra toda autoridad. El prohibido prohibir. La utopía, la playa, estaba bajo los adoquines del Barrio Latino. Los estudiantes lograron el apoyo de los obreros, al principio escépticos. Trataban de echar del poder al general De Gaulle, casi lo consiguieron. A finales de 2018, surge la chusca idea de poner al general De Villiers, exjefe del Estado Mayor, cesado por Macron, en la presidencia.
La revuelta de los chalecos amarillos no tiene padre ni líderes identificables. La situación económica y social de Francia no merece una respuesta de esta intensidad y violencia. Ni siquiera la torpeza política de Macron, su personalidad tecnocrática o su gestión justifican un estallido revoluciona- blo quiere algo más que migajas”, comenta Annie Coto sobre la anulación de la subida del carburante. “Es un monárquico, no conoce a los de abajo. Nació con una cuchara de plata en la boca”, sigue.
Ya nadie habla del precio del carburante en las rotondas de Francia. Tampoco en Ploërmel, donde nadie se plantea abandonar la lucha, y menos después de conseguir su primera victoria. En Bohal, Jacline Mouraud es más cauta: “Yo saludo las decisiones gubernamentales que normalmente deberían apaciguar un poco a los franceses. No diré que el problema sea que la gente ya no sepa lo quiere, pero hay tantas reivindicaciones difusas y a tantos niveles que ya nada bastará”.
La mujer que contribuyó con una filípica en la red social Facebook contra Macron por su supuesta hostilidad hacia los automovilistas se ha convertido en la voz de la moderación de los chalecos amarillos. El vídeo supera los seis millones de visitas.
Desde el salón de su casa había encendido una revolución y ahora los revolucionarios más recalcitrantes la atacan a ella. Algunos chalecos no le perdonan que inste a la calma después de los repetidos actos de violencia. Ni que asuma que quizá hay que dejar de tensar la cuerda y sentarse a hablar. Ni que estuviese dispuesta a hablar con el primer ministro francés, Édouard Philippe, que desesperadamente busca interlocutores en el movimiento. “Mi vídeo partió del hartazgo de la persecución del automovilista en Francia, y ahora algunos piensan en derribar un Gobierno. Va de un extremo a otro. La gente no razona convenientemente”, opina.
El genio ha salido de la botella y nadie sabe cómo volver a meterlo dentro.
Después de interpretar canciones de Brel y Piaf en el acordeón, Jacline Mouraud sale al jardín Lleva a los visitantes al corral y, orgullosa, muestra sus gallinas. Evoca sus experiencias hipnotizando a una médium, su relación con el mundo de lo paranormal y los ectoplasmas, y recuerda que el bosque mitológico de Brocelandia está cerca. El fantasma delmago Merlín no anda lejos.
“Yo soy un hada”, sonríe. rio. Daniel Cohn Bendit, el joven icono estudiantil del 68, Danny el Rojo, hoy asesor de Macron, afirmaba en The Observer que los chalecos amarillos están siendo instrumentalizados por minorías extremas antisistema, tanto de izquierdas como de derechas.
El trumpismo prende en Europa. Lo vemos en España con la sorprendente emergencia parlamentaria de Vox, un partido que recibe inspiración del ex-Rasputín de Trump, Steve Bannon. No son fascistas, pero calcan el trumpismo. Los chalecos amarillos beben de los mismos sentimientos y métodos. La desconfianza del sistema; las emociones instrumentadas a través de las redes digitales con desinformación y fake news; el miedo al otro. Al malaise (malestar) que permea periódicamente la sociedad francesa podemos recetarle el consejo del ex premier británico conservador Macmillan: “Debiéramos utilizar el pasado como trampolín, y no como sofá”.