El Pais (1a Edicion) (ABC)

“Neruda veía las cosas del estalinism­o y en el fondo se las tragaba”

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Con Persona non grata (Barral Editores, 1973) Jorge Edwards dinamitó la placidez con la que se aceptaba cualquier cosa que llegaba de Cuba. Ese libro lo convirtió no solo en un personaje non grato en ese país. Lo hizo despreciab­le a los ojos de los que, como Fidel, considerab­an que “con la Revolución todo, contra la Revolución nada”. Pablo Neruda, para el que trabajó y del que fue amigo, le aconsejó que guardara ese libro, “y hoy seguiría pidiéndome­lo”. Julio Cortázar, también su amigo, le declaró a un periodista que preferiría no verlo. Ese libro repudiado y masivament­e leído reflejaba lo que sucedió, entre otras cosas, con el caso Heberto Padilla, poeta cuyo encarcelam­iento por el régimen motivó la protesta de intelectua­les de varios países, mientras él fue encargado de negocios del Gobierno de Salvador Allende en la isla.

Jorge Edwards, nacido en Chile en 1931, ha sobrevivid­o al castigo impuesto por la Revolución escribiend­o otros libros quizá mejores, pero no tan memorables, o castigados. Por todos ellos ganó en 1999 el premio Cervantes. Y ahora reemprende una labor memorialis­ta que trata de abarcar toda su vida. El primer volumen (Los círculos morados, Lumen, 2012) recogió su iniciación de claroscuro­s, con su madre y con los jesuitas. Ahora se lanza a la vida adulta y no deja títere con cabeza en Esclavos de la consigna (Lumen), que refleja desde el título lo que pasaba en aquella época, marcada por los dictados revolucion­arios. En su casa de Madrid, responderí­a cada pregunta con un libro nuevo, pero le sugerimos subrayar partes de su nuevo título, tan inquietant­e como Persona non grata.

Pregunta. Aparecen al principio nombres propios como ValleInclá­n, Lorca, Alberti…

Respuesta. Mis primeras lecturas vienen de los jesuitas: o me daban porquería o me prohibían libros. Yo estaba enamorado de Unamuno, y el padre [Alberto] Hurtado, al que ahora han hecho santo, me lo prohibió. Claro, me lo tragué enterito.

P. Y luego vienen Camus, Orwell, Popper, Paz…

R. ¡Me hicieron disidente! Octavio fue uno de mis ídolos, solo comparable con Camus. Ahora ponen su Calígula al lado de casa. Yo la vi en el jardín de un general chileno, interpreta­do por Lautaro Murúa. Y a Camus lo encontré en Chile; entró a la casa de un amigo y se fueron a comer. No me llevaron, yo era muy pequeño, pero sabía más de Camus que todos ellos.

P. Esa gente fue un muro contra la consigna.

R. Vivíamos en cárceles mentales. Cabrera Infante estaba prohibido por traidor, y traidor considerar­on a Vargas Llosa. Como a mí. Estaba prohibido tenernos cerca, leernos. A Neruda, sin embargo, un crítico chileno que no era de su cuerda le prestó 500 pesos para que pudiera imprimir su Crepuscula­rio. P. Era esclavo de la consigna... R. Plenamente. Me decía: “No escribas ese libro sobre Cuba. Yo te diré cuándo lo puedes publicar y te voy a subrayar con lápiz rojo las frases inconvenie­ntes”. Era una consigna. P. ¿Le dejó el texto? R. No, porque supe que no me iba a dejar publicarlo. Me había dicho que era un libro muy peligroso para mí, que debía esperar. ¡Seríanmil años! Salió en Barcelona, me tiraron huevos y tomates podridos, me atacaron por todos lados. Él ya había muerto. Ante los ataques, Matilde Urrutia, su viuda, dijo que un autor tiene derecho a publicar sus libros.

P. Así que un alegato contra la consigna.

R. Durante la dictadura de Pinochet ella fue a ver en Moscú a la examante de Vladímir Maiakovski y le cuenta lo que pasa con la libertad en Chile. Y aquella mujer le responde: “Matilde, aquí es igual”.

P. ¿Qué le produce contar esto habiendo nacido a la política como hombre de izquierdas?

R. Me sentímás libre. El escritor ha de contar lo que le pasa, Matilde tenía razón. Esclavos de la consigna ha tenido algunas discretas censuras en Chile: después de Pinochet allí se ha impuesto la libertad de expresión.

P. ¿Cómo fue la convivenci­a de un hombre como usted, cuyo maestro fue Camus, con quien firmó Oda a Stalin?

R. Había problemas, claro. A

P. boom.

R. Fue la primera ruptura de fondo. Octavio Paz era enemigo de Neruda. Y cuando supo que iba a salir mi libro, le dijo a Vargas Llosa, que no conocía Persona non grata, que escribiera sobre él. Lo que pasó entonces fue un cambio de vida, de opinión, se formó, frente a la consigna sobre Cuba, un lado liberal que estaba cerca de la revista Vuelta, la de Paz. Fíjate en un encuentro curioso: estaba Neruda en Londres, con Matilde, y aparece por allí Paz. “Pablo está contestand­o unas preguntas”, dice Matilde, “pero le encantará ver a Octavio”. Lo abraza a la chilena, lo besa, “¡mijito lindo!”, parece de maricones pero es muy chileno. Luego me dijo Paz por teléfono: “Me he leído todos sus versos. Es el mejor de todos los de la generación del 27. Su error fue la política”.

P. Su desencuent­ro con Cortázar fue tremendo.

R. Él le dijo a un periodista: “Sí, yo soy muy amigo de Jorge Edwards, pero desde que publicó Persona non grata prefiero no verlo”. Años después, me encontré con su viuda, Aurora Bernárdez, en París. “Jorge”, me dijo, “para mí, tú eres el mejor pensador político latinoamer­icano”. ¿Y Julio?, le dije. “Es que al final de su vida Julio estuvo sometido a muy malas influencia­s”.

P. Nicanor Parra le dijo a usted que había perdido el tiempo con Neruda…

R. Me lo decía siempre. Neruda no era libresco. Si yo hubiera sido amigo de Borges hubiera sabido más de Schopenhau­er y de Nietzsche, pero fui amigo de Neruda. A un amigo filósofo chileno, Luis Oyarzún, le dije: “Oye, Lucho, la única filosofía que vale es que todo el mundo tenga un par de zapatos y un buen bistec”. Él se reía.

P. Salvador Allende es un personaje de este Esclavos de la consigna.

R. De broma, él decía este epitafio posible para su vida, antes de llegar a La Moneda: “Aquí yace Salvador Allende, futuro presidente de Chile”. No entendía de economía. Fue su drama.

P. Neruda le dijo que le iban a pasar cosas malas con Persona non grata. Pero ¿y qué le pasó de bueno?

R. Que lo leyó muchísima gente, que lo siguen leyendo. Pero sí, me atacaron mucho, me censuraron, en cierto modo me hicieron la vida imposible. Eran los tiempos de la consigna.

P. ¿Tenía que haberle hecho caso a Neruda?

R. Creo que no. Si él estuviera vivo, seguiría diciéndome que esperara antes de publicarlo. caso Padilla quebró el

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