Un viaje por la Carretera de los Huesos
Hay en la Rusia oriental una zona maldita recorrida por una maltrecha autopista de 2.025 kilómetros, construida sobre miles de cadáveres de presos del gulag y conocida por ello como la Carretera de los Huesos. Kolimá es su nombre y de 1932 a 1956 recibió más de dos millones de presos políticos y comunes que alimentaron con su trabajo y sus vidas una estructura criminal de 160 campos de trabajo y exterminio. “Es la peor pesadilla del siglo XX, la isla más terrible del Archipiélago Gulag (...) el crematorio blanco, el infierno ártico, un campo de concentración helado, sin hornos, una máquina de picar carne humana a escala universal”, cuenta el periodista polaco JacekHugo-Bader en Diarios de Kolimá (La Caja Books, traducción de Ernesto Rubio y Agata Orzeszek), relato de su viaje alucinante en autostop por esa tierra con el que ganó en 2013 el English Pen Award.
El trayecto parte de Magadán, mar de Ojotsk, el inicio de todo, como en Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn, guía moral de Hugo-Bader junto con el poeta Varlam Shalámov, supervivientes los dos, cuyos pasos persigue en este artefacto literario, libro de viajes y testimonio a la vez de lo que queda tras el horror. “Kolimá, como Auschwitz, son sitios con una gran fuerza simbólica por los que me a imagen de Aleksandr Solzhenitsyn en España está asociada a su visita de 1976, cuando tras la muerte de Franco, se atrevió a destacar la presencia de libertades —se vendía prensa extranjera, residías donde querías, incluso era posible fotocopiar en la calle—, frente a la auténtica dictadura soviética, donde toda forma de expresión no oficial estaba prohibida. El novelista Juan Benet le fulminó desde Cuadernos para el diálogo, llegando a censurar a las autoridades de la URSS por haberle sacado del campo de concentración. Desde el punto de vista de una izquierda aún no liberada del mito soviético, el durísimo retrato de la represión en la URSS requería ser descalificado, con la coartada de la orientación contrarrevolucionaria de los planteamientos político-religiosos del escritor y de su implacable anticomunismo. Igual que más tarde con Putin, Sol- siento muy atraído”, cuenta por correo electrónico a EL PAÍS.
Guiado por su credo —“trabajo, deporte, estar de viaje, empinar el codo y hacer el amor”— y con un mecanismo psicológico para mantener la desesperanza a raya, Hugo-Bader se encuentra en su periplo con víctimas de los campos, gente como María, con la vida destruida por llegar una hora tarde al trabajo, robar una botella de leche o hacer un chiste contra el Partido, todas ellas actividades antirrevolucionarias enmarcadas en el artículo 58 del Código Penal soviético. En el gulag sufren la violencia de los delincuentes comunes, el frío, el hambre, las violaciones en grupo y todo tipo de atrocidades. Pero muchos sobreviven y lo cuentan aquí, a pesar de que no es lo normal. “Los rusos tienen lo que llaman el síndrome del silencio. No hablan de las atrocidades ocurridas en su territorio y pretenden hacer como si no hubieran ocurrido jamás”, resume el reportero.
Sin embargo, no es este un libro sobre los campos, o no solo. Hugo-Bader se encuentra con la aristocracia de la delincuencia, con buscadores de oro que parecen sacados del wéstern más ex- zhenitsyn se alineaba entonces con el republicanismo ultra made in USA. Así que era preciso desprestigiarle. Hasta hoy, cuando se cumple el centenario de su nacimiento.
El malestar y las condenas del tipo Benet respondían al enorme impacto anticomunista de la obra de Solzhenitsyn. Pero es que también para los comunistas que como en España se dejaban la piel luchando contra una dictadura, la explicación del gulag les ponía ante “el infierno de la verdad”, según la expresión de Raúl del Pozo. Era una clarificación necesaria. Golpe a golpe, la narración autobiográfica de Iván Denísovich, las denuncias sectoriales de El primer círculo y de Pabellón del cáncer, los estudios de casos sobre Archipiélago Gulag, mostraban el inmenso horror contenido en el sistema soviético y en su promesa de emancipación. A partir de la revelación del gulag, solo desde una tremo, con niños bandidos, emprendedores que montan granjas en medio de la nada, o gente comoMadame Marianne, que ha regresado a Kolimá desde París, huyendo de todo porque “aquí hay espíritu sin belleza y en Francia hay belleza sin espíritu”.
Por el relato transitan tam- bién personajes como Basania, el millonario de los ojos vacíos, agente del espionaje ruso que todo lo contamina, veterano de Afganistán, loco peligroso y casi entrañable, dueño de las minas de oro de Kolimá, auténtico tesoro natural explotado antes por la estupidez cómplice cabía mantener la adhesión al mito comunista, lo cual, por supuesto, no implicaba avalar el mito alternativo de la asociación indisoluble entre libertad e imperialismo made in USA.
La evolución del enfrentamiento de Solzhenitsyn con “los jefes de la URSS”, a quienes envía una carta abierta en 1973, prólogo de su expulsión al siguiente año, constituye el mejor espejo del anquilosamiento del régimen tras la eliminación de Jrushev y sus reformas. Incluso en las peripecias personales. El clarinazo de Un día en la vida de Iván Denísovich (1962) era una denuncia radical del sistema estalinista, pero también el anuncio de cambios. Recuerdo que tal fue el juicio del entonces secretario de la Revista de Occidente, Paulino Garagorri, al publicar uno de sus capítulos. Con la cancelación de las reformas y el regreso al comunismo burocrático en 1967, bajo Brézhnev, no solo las obras de Solzhenitsyn fueron prohibidas, sino que el Politburó del PCUS se planteó cómo forzar su silencio como escritor.
Los debates, reproducidos por R. G. Pik Hoia en su Historia del poder, informan acerca del regreso a Lenin, más que a Stalin, buscando fórmulas para eliminar a “quien desarrolla una labor antisoviética”, según Andropov. El mismo que en 1970 diseña la trampa para impedir su regreso de la recepción del Premio Nobel. Solzhenitsyn la elude y además siempre contragolpea. Acaba recordando “a los jefes” el fracaso en su propósito de construir un régimen inmutable que, como el Reich, durara siglos.
La lección de Solzhenitsyn, coincidente con la de Primo Levi, está resumida en su Archipiélago Gulag: “Al mantener el silencio sobre el mal, enterrándolo con la profundidad necesaria para que no salga a la superficie, estamos implantándolo y resurgirá mil veces en el futuro. Cuando ni castigamos ni censuramos a quienes lo practican, no solo estamos protegiendo su imagen: destruimos los fundamentos de la justicia para las nuevas generaciones”.