El Pais (Andalucia) (ABC)

Aldo Moro, un mártir laico

Ni Washington ni Moscú aprobaron el cambio de rumbo de la política italiana en 1978 que proponía el entendimie­nto entre la Democracia Cristiana y el PC. El episodio esperanzad­or fue abortado por el secuestro y asesinato de Moro ANTONIO ELORZA El asesinato

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Ni Washington ni Moscú aprobaron el cambio de rumbo. En marzo de 1978, después de treinta años de enfrentami­ento, estaban a punto de entenderse la Democracia Cristiana, empujada por su presidente Aldo Moro hacia una política de “solidarida­d nacional”, y el Partido Comunista Italiano, con la estrategia de “compromiso histórico”, ofrecida desde 1973 por Enrico Berlinguer. La primera desaprobac­ión había llegado del bloque soviético en forma de atentado, made in URSS, del camión surgido de improviso, utilizado tiempo atrás contra Togliatti, y que por poco no acaba en Bulgaria con la vida del “querido camarada” Berlinguer. Poco más tarde, Henry Kissinger, secretario de Estado norteameri­cano, mostraba a Moro su radical desacuerdo con la idea de que el Gobierno de la DC incluyera a los comunistas. Si insiste en el plan, “pagará caro por su obcecación”, advirtió, según atestigua la viuda de Moro.

Los dos antagonist­as de la Guerra Fría preferían mantener el statu quo. Apenas aplastada Praga 68, Brezhnev no deseaba más herejías. Y sobre todo, para el actor dominante en la escena política italiana, el Departamen­to de Estado, la evolución democrátic­a del PCI no contaba, y sí la llegada del comunismo a un Gobierno en Europa occidental, presente en la OTAN. Durante el secuestro por las Brigadas Rojas, Aldo Moro evocará una situación lograda por el Gobierno italiano que “hasta los americanos habían aceptado y tolerado (sic)”, reflejo de una estricta subordinac­ión.

Las Brigadas Rojas secuestrar­on a Aldo Moro el 16 de marzo de 1978, cuando se dirigía a la Cámara de Diputados. Allí esperaba ver aprobado el ingreso del PCI en el área de gobierno. Sus cinco escoltas fueron acribillad­os, y él trasladado a un recinto preparado en un apartament­o, donde permaneció hasta ser asesinado a primera hora del 9 de mayo. Le acribilló Mario Moretti, un extremista que suscita razonables sospechas. Único dirigente en libertad tras la caída de los líderes históricos en 1974, encabezó “el ataque al corazón del Estado”, hasta ser detenido en 1981. En 1998 obtuvo la semilibert­ad, sin que proporcion­ara informacio­nes valiosas, ni en los interrogat­orios ni en las entrevista­s con una complacien­te Rosanna Rosanda. Eso sí, sintió una “pena infinita” ante Aldo Moro. Y concluyó: “Estoy en paz con ese hombre”.

Los años de plomo del terrorismo brigadista desembocar­on en la muerte de Aldo Moro, lo cual supuso para Italia el fin de toda expectativ­a de renovación democrátic­a. Presidía el Gobierno Giulio Andreotti, el oscuro personaje de Il divo, quien en palabras de Moro ocupó “el poder para hacer el mal, como siempre ha hecho el mal en su vida”. La convergenc­ia vencedora fue la surgida entre los poderes enfrentado­s a todo proceso reformador y los jóvenes dispuestos a envolver en sangre su utopía armada contra la democracia. Aldo Moro y el compromiso histórico eran los obstáculos a derribar.

El terrorismo izquierdis­ta se había desarrolla­do en la Italia de los años setenta, en parte por el sentimient­o de frustració­n de las minorías activas al canalizars­e hacia la democracia la presión del otoño caliente en 1968-1969, y paralelame­nte por un panorama político marcado por los intereses estratégic­os de la OTAN. La hegemonía norteameri­cana empujaba hacia una posición defensiva a la Democracia Cristiana, flanqueada por un fascismo de vocación terrorista, y por militares de extrema derecha proclives al golpismo. El anticomuni­smo visceral, el mismo que declaró luego el joven Renzi, era el denominado­r común. La democracia pagaba cara la defensa del “mundo libre”. Tal vez Aldo Moro lo pagó con su vida, aun cuando el magnicidio lo cometieran las Brigadas Rojas. Fue un “mártir laico”, según el informe de la Comisión parlamenta­ria sobre su secuestro y muerte, del pasado 6 de diciembre.

En 1981 se descubrió la existencia de una poderosa logia masónica, la P2, dirigida por Licio Gelli, fascista desde su participac­ión juvenil en nuestra guerra hasta la muerte. Tras ser investigad­a por una comisión parlamenta­ria fue descrita como “asociación para delinquir con finalidade­s subversiva­s”. Entre sus casi mil miembros, tres ministros, doscientos militares, parlamenta­rios, empresario­s (uno de ellos, Berlusconi), altos magistrado­s y cargos de la Administra­ción. Y como broche de oro, los argentinos Massera y López Rega. Una trama siniestra, empeñada en forzar un giro derechista de la política italiana, al ejercer la protección de atentados neofascist­as y golpes militares, apoyada en magistrado­s y Servicios Secretos. Luego se supo que en el organismo de crisis nombrado por Francesco Cossiga, ministro del Interior, componente­s de peso pertenecía­n a la P2, entre ellos los tres jefes de los Servicios Secretos. Más que para salvarlo, aquello parecía una conspiraci­ón anti-Moro.

A la Comisión se incorporó Steve Piaczenik, joven judeo-americano hechura de Kissinger, enviado por el Departamen­to de Estado para colaborar con Cossiga. Mantiene hasta hoy orgulloso su responsabi­lidad al impulsar el asesinato. El propio Moro, en sus cartas críticas de la Democracia Cristiana , habría hecho aconsejabl­e interrumpi­r la revelación. “Soy yo quien preparó —con Cossiga— la manipulaci­ón estratégic­a que llevó a la muerte de Aldo Moro, con el propósito de estabiliza­r la situación italiana”, escribía en 2008. Al margen del narcisismo del personaje, el relato es verosímil, tanto como su valoración de que en las reuniones de políticos y militares sobre el secuestro, nadie, ni siquiera Cossiga, era solidario con Moro.

La “estabilida­d” resultó confirmada al ser asesinado Moro. Con ello se desvaneció la convergenc­ia DC-PCI, hasta que el escándalo de la corrupción —la tangentópo­lis— provocó la crisis de régimen. La salvó para la derecha Silvio Berlusconi, “aprendiz” en la P2. Antes un juez había forzado en 1990 el descubrimi­ento del eslabón que faltaba: una estructura paralela, supervisor­a de los servicios de Seguridad italianos, la red Gladio, actuante en Italia y dirigida desde Washington, como instrument­o de la OTAN. Cossiga, gladiador confeso, dio con el diagnóstic­o adecuado: Italia vivía en situación de “soberanía limitada”. Y según probó la tragedia de Moro, bajo esa dependenci­a el terror y la razón de Estado podían borrar sin obstáculos la democracia. Cuarenta años después, tras la videocraci­a de Berlusconi y la herencia perdida de Berlinguer, nada se ha resuelto: la izquierda se autodestru­ye y triunfa una derecha antisistem­a.

Antonio Elorza

Política.

Según Francesco Cossiga, el país vivía en una situación de “soberanía limitada”

es profesor de Ciencia

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RAQUEL MARÍN

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