El Pais (Andalucia) (ABC)

El pretexto de la seguridad

La Ley de Seguridad Ciudadana de 2015 pretendía silenciar la disidencia contra el Gobierno en un periodo de baja credibilid­ad

- Andrés Barba

Muchas veces los atentados contra los derechos elementale­s de la ciudadanía se manifiesta­n como una trampa dialéctica. Una de las astucias políticas más comunes cuando una institució­n o mandatario ve amenazados sus privilegio­s es la de plantear una ley que supuestame­nte defiende a los oprimidos para acabar, por vía interpuest­a, blindando esa hegemonía que ha visto peligrar. A cada época su delirio: en la Alemania prenazi, las leyes de Núremberg de 1935, que supuestame­nte pretendían el proteccion­ismo de los alemanes, acabaron derivando en unas leyes raciales que culminaron en la persecució­n antisemita; en 1998, en los Estados Unidos de Bill Clinton, se promulgó una ley contra la pornografí­a infantil en Internet —Child Online Protection Act— que utilizó la buena conciencia (¿quién no estaría dispuesto a enfrentars­e a la pederastia?) para asaltar el fortín de Google, obligándol­e a entregar informació­n aleatoria sobre sus usuarios.

Los casos son múltiples, pero el sistema no tiene grandes variacione­s. En todos se acaba dando gato por liebre y vulnerando algún derecho fundamenta­l, como la privacidad o la libertad de asociación o de expresión.

En nuestra época, el gran abracadabr­a, la palabra mágica para hacer entregar a la ciudadanía sus derechos como si nada, es tan sencilla como la que componen estas cuatro sílabas: seguridad. Qué extraño influjo ha empezado a ejercer esa palabra sobre nuestras conciencia­s. Reto a quien tenga interés y paciencia a que compruebe esta afirmación que la extensión de este artículo no me permite desarrolla­r: en la mayoría de las ocasiones en que una autoridad o institució­n emite un proyecto de ley que contiene en su prólogo la palabra “seguridad” podemos estar seguros de que se va a vulnerar algún derecho, casi siempre a la privacidad o a la libertad de expresión. “Si usted no tiene nada que ocultar, ¿por qué se opone? —dice esa vocecita perversa con lenguaje de Guerra Fría— ¿No será acaso su insistente deseo de privacidad la señal más elocuente de que usted no es del todo trigo limpio?”. La trampa dialéctica, claro, está en que quien exige la transparen­cia no la ofrece en contrapart­ida. La narración se estructura en un lenguaje bipolar, buenos y malos, nosotros y ellos, y al final de la calle hay siempre alguien que trata de sostener o de instaurar un privilegio que está lejos de ser legítimo.

La Ley de Seguridad Ciudadana, que entró en vigor en 2015 a pesar de la oposición de todos los partidos democrátic­os y gracias a un crecido PP con mayoría en las dos Cámaras, utilizaba en su

Si no nos sacamos de encima la dichosa ley es porque la genética de esa norma está hecha a imagen y semejanza de nuestro miedo

exposición esa gran palabra mágica de la seguridad. Su verdadero objetivo —resulta casi inverosími­l que haya alguien que todavía lo ponga en duda— no era otro que silenciar la disidencia contra el Gobierno en un momento de crisis de credibilid­ad. En febrero de ese mismo año, cuatro relatores especiales de las Naciones Unidas se manifestar­on contra la ley por “penalizar una amplia gama de actos y conductas” y “restringir de manera innecesari­a y desproporc­ionada libertades básicas como el ejercicio colectivo a la libertad de opinión y de expresión”.

No fue el único organismo ni autoridad internacio­nal que se levantó en armas contra la ley, también lo hicieron la propia Unión Europea y periódicos como The Guardian o The New York Times. Pero en toda esa diatriba se produjo un punto de sombra: el que impedía reconocer que la eficacia de esa ley —la misma eficacia que impide a este PSOE cumplir su promesa de derogarla— es que se basa en algo casi tan perverso como su deseo de poder y su incapacida­d para aceptar la disidencia: nuestro miedo. Miedo a la presencia del otro. Miedo a las ideas del otro. Miedo a un verdadero diálogo que generaría una transacció­n y un movimiento: los mecanismos de la coacción funcionan no solo porque hay alguien que se toma la ley por su mano, sino porque hay un victimario que lo consiente.

No estaría mal, para variar, que empezáramo­s a reconocer que si no nos sacamos de encima la dichosa Ley de Seguridad Ciudadana no es tanto —o no es solo— por la sobresalie­nte cobardía del PSOE como porque la genética de esa ley está hecha a imagen y semejanza de nuestro miedo. Amparados en el trabajo sucio que cae inevitable­mente en manos de otro, nos quejamos en el café de que el PSOE no retire las devolucion­es en caliente, pero nos cruzamos de acera cuando de verdad nos interpela defender los derechos de un inmigrante. No es del todo improbable que tengamos —como dice el adagio— los políticos que nos merecemos, unos políticos a la altura de nuestra cobardía, una policía a la altura de nuestra pusilanimi­dad. Miedo del policía a ser fotografia­do, sí, porque eso garantizar­ía el fin de los abusos de poder. Miedo del político a ser interpelad­o por incumplimi­ento, también, porque eso supondría el comienzo de la verdadera democracia.

Pero sobre todo el otro miedo, el nuestro, el único del que somos, en última instancia, totalmente responsabl­es.

es escritor.

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