Argentina seguirá generando historias abracadabrantes. No es bueno para el deporte. Sí para la literatura
ahora de Argentina y no lo logró, afortunadamente.
M. C. Es una pena. Me parece que hay muchas cosas por las que vale la pena jugarse el tipo y pelear todo lo que sea necesario, pero el fútbol no es una de ellas. Á. C. No, claro.
EL PAÍS. De todos los jugadores que van a disputar el partido, ¿cuáles son los que les llaman la atención?
Á. C. El fútbol argentino es una fábrica para los centros de poder económico-futbolísticos. Palacios, que empieza a jugar ahora, es un proyecto y ya está vendido. Entonces, es imposible.
M. C. El campeonato nacional argentino es la segunda división del fútbol argentino. La primera está compuesta por jugadores que no están ahí, que están jugando básicamente en Europa. De estar estos, los que están ahora tendrían que hacerse a un lado y jugar abajo, salvo muy poquitos, tres o cuatro. Entonces, es difícil. A mí de los jugadores que van a jugar el domingo, el que más me atrae de ver es Gago, un gran jugador que no se sabe si va a jugar.
Á. C. Tampoco se sabe si va a jugar Tévez. Para mí, tendría que jugar, porque es uno de esos partidos que requieren tipos con mucha jerarquía, mucha experiencia. Aunque esto lo digo desde fuera. Es muy fácil hablar desde fuera.
EL PAÍS. ¿Cómo será la atmósfera en el Bernabéu?
Á. C. Totalmente diferente para los dos equipos. Es una experiencia distinta. No se sabe a quién puede favorecer.
M. C. Tengo curiosidad por ver un Boca-River con hinchas de los dos equipos. Me intriga y me excita la idea. Hay quien dice que la final interminable marcará un antes y un después. Que las cosas no volverán a ser como antes. Bueno, son opiniones. Fijémonos de momento en el durante, con la final aún en curso. Matías Sebastián Nicolás Firpo, de 31 años, mecánico tornero, fue identificado, pese a afeitarse la barba y cortarse el cabello, como una de las personas que apedrearon el autobús de Boca a su llegada al estadio de River, el pasado 24 de noviembre. Firpo ya ha sido condenado: dos años y cuatro meses de prisión, en suspenso. No pisará la cárcel. El castigo consiste en que durante 28 meses no podrá ingresar (teóricamente) en un estadio, deberá asistir a un curso sobre convivencia urbana y realizar 180 horas de tareas comunitarias. No parece un castigo ejemplarizante. L. G. M., la mujer que rodeó el cuerpo de su hijo con bengalas (sin explosivo) para colarlas en el estadio, ha sido también condenada: dos años y ocho meses en suspenso, y un tratamiento psicológico. Esta semana, el gobierno ha enviado a la Cámara de Diputados un proyecto de ley urgente dirigido a acabar con las barras violentas. Pero a muchos diputados les pareció demasiado severo. Desproporcionado. Los trapitos, esos que te vigilan el coche fuera del estadio a cambio de una propina (o te lo destruyen si no pagas), “son gente que se gana la vida”, dijo uno. “No se puede criminalizar a los hinchas”, dijo otro. Ante la falta de acuerdo, el debate se aplazó hasta el día 18, justo antes del comienzo de las vacaciones veraniegas. O sea, ya para el año próximo. Y entonces se verá.
¿Algo va a cambiar en la gestión de los clubes? ¿Se extinguirá mágicamente el vínculo entre las barras y la política? ¿Se convertirá la Conmebol, históricamente el brazo más corrupto de la FIFA (y eso es decir mucho), en un organismo henchido de honestidad y sensatez? Uno tiende a pensar que el fútbol argentino continuará generando historias abracadabrantes. Eso no es bueno para el deporte. Sí lo es para la literatura. Esta final, en cualquier caso, aún no ha terminado.
El escritor Ricardo Fontanarrosa.