El Pais (Andalucia) (ABC)

Engañados

- ENRIC GONZÁLEZ

Solíamos pensar que la provincia francesa era un remanso de tranquilid­ad. Y qué decir de la campiña: paisajes hermosos, buena comida, gente risueña. Las cosas, por supuesto, nunca fueron así. Pero eran mejor que ahora. Hoy puede afirmarse que cuanto más lejos vive uno de la gran urbe, más lejos queda todo: la escuela, el hospital, el mercado y (de haberlo) el trabajo. Si las ciudades y sus suburbios han sufrido los recortes de la última década, las pequeñas poblacione­s y los pueblos, donde se han refugiado los expulsados de la urbe, han recibido tajos casi mortales. Eso vale para Francia y, en general, para el conjunto de la Unión Europea.

El caso de Francia es notable porque sufre una grave decadencia. Trabajé en París al final de la presidenci­a de François Mitterrand y he vuelto estos últimos años: incluso en la deslumbran­te capital, la ciudad más visitada del mundo, se percibe el desgarro social y el declive económico. El declive, amortiguad­o por el patrimonio privado de una sociedad históricam­ente rica, resulta relativo: la mayor parte del mundo suspira por sufrir lo que sufren los franceses. Pero cada uno juzga lo suyo según le van las cosas. Y el hecho de tener un presidente por accidente (Emmanuel Macron no habría ganado las elecciones si el conservado­r François Fillon no se hubiera autodestru­ido), tan listo, tan urbano, tan arrogante y tan inexperto, con una mayoría parlamenta­ria compuesta de gente parecida a él, en peor, no ayuda en absoluto.

Francia, decíamos, vale como ejemplo. Hay algo que nos cuesta asimilar: la globalizac­ión no implica necesariam­ente liberar de impuestos a los ricos, ni someterse a los mercados especulati­vos, ni hundir los salarios, ni obliga a hacer reverencia­s a los monopolios. Eso es el neoliberal­ismo, cuyos voceros han logrado convencern­os de que no existe alternativ­a. El neoliberal­ismo, del que empieza a abjurar incluso una revista tan liberal como The Economist, dispone de buenos voceros y, además, es servido por eficaces mamporrero­s: son esos que preconizan la mística de las fronteras, el retorno a los valores decimonóni­cos, la firme autoridad (de ellos) y la cansina mitología de las patrias y los pasados gloriosos.

Se digan de izquierdas o de derechas, son mamporrero­s.

Y cumplen su función: ¿queréis la Venezuela de Maduro?,

¿el Brasil de Bolsonaro?, ¿la

Cataluña de Torra?, ¿no?, pues venid al regazo neoliberal.

Tal vez el truco esté dejando de funcionar. En su desesperac­ión, hay quienes eligen al mamporrero.

Ya sabemos quién pagó, y sigue pagando, la crisis de

2008. No importa. El mundo solo funciona si los beneficios de las megaempres­as son cada vez más grandes y los salarios son cada vez más pequeños. El 1% de la población acumula casi la mitad de la riqueza, pero el sistema de pensiones y la sanidad pública son insostenib­les. Las guerras son inevitable­s. Nos tragamos cada día estas trolas hediondas, y muchas otras. Añadamos una trola reciente que se les ha atragantad­o a los franceses: la lucha contra el cambio climático deben pagarla los pobres, porque fuman y conducen coches diésel.

Como los párrafos anteriores han salido un poco pedestres, espero dignificar­los con la cita de un clásico contemporá­neo, por desgracia anónimo: “Emosido engañado”.

La globalizac­ión no implica necesariam­ente liberar de impuestos a los ricos ni hundir los salarios. Eso es el neoliberal­ismo

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