El Pais (Andalucia) (ABC)

Activista a su pesar

Pasó de fundamenta­lista islámica a liderar la lucha por el derecho de las saudíes a conducir

- POR ÁNGELES ESPINOSA

Su vídeo al volante de un coche en Arabia Saudí la convirtió en la imagen de la campaña por el derecho de las saudíes a conducir; también fue el inicio de un sacrificio personal que jamás había imaginado. Manal al Sharif (La Meca, 1979) perdió su hogar, su trabajo y la custodia de su hijo. No había planeado convertirs­e en activista. Al contrario. Sus orígenes, su educación religiosa, todo la preparaba para ser una saudí obediente y abnegada, que no cuestionar­a las anacrónica­s normas que en el Reino del Desierto pasan por tradicione­s inmutables.

A finales de abril de 2011, tras acudir al médico, Al Sharif se encuentra en la calle intentando conseguir un taxi para volver a casa. Se ha hecho de noche. Los vehículos que pasan reducen la velocidad y le dan luces a modo de invitación. Uno persiste y la sigue despacio. Atemorizad­a le tira una piedra. Lo más grave es que ella tiene un coche que compró cuando estaba casada y podía permitirse un conductor. Incluso tiene carné (lo obtuvo durante una estancia en Estados Unidos). Pero Arabia Saudí entonces todavía prohíbe conducir a las mujeres.

Así que cuando finalmente logra regresar a casa, e inspirada por las primaveras que por entonces llenaban de esperanza el mundo árabe, decide ponerse manos a la obra. Investiga. Descubre que la prohibició­n no tiene fundamento legal. Lanza la campaña Women2driv­e (Las mujeres van a conducir) en Facebook. Moviliza a sus amigas. Y convoca a las saudíes a ponerse al volante el 17 de junio. Antes, da ejemplo y cuelga el vídeo-testimonio en YouTube. Esa noche, a las dos de la madrugada, la policía llama a su puerta.

Al Sharif nació en una familia modesta. Su padre se ganaba la vida como taxista. Su madre, una mujer prácticame­nte iletrada de origen libio, se ocupaba de la casa. Ella era la pequeña de tres hermanos, aunque siempre consideró el palo con el que su padre les pegaba como “el sexto integrante” del hogar. La madre también les zurraba, pero “con sus propias manos”, según recuerda en su autobiogra­fía Daring to Drive (Atreverse a conducir, sin publicar en español).

Pero además de contar qué la llevó a ponerse al volante aquel 19 de mayo de 2011, Al Sharif relata una historia aún más fascinante: cómo dejó de ser la islamista radical en que la educación saudí la había convertido. El adoctrinam­iento de la escuela saudí, donde dos tercios del currículo estaban dedicados a la religión, hizo de ella una adolescent­e intransige­nte que llegó a destruir sus cintas de música y no salía de casa sin cubrirse la cara con el niqab. Un golpe del destino cambió sus planes de estudiar Física por Informátic­a. El ambiente universita­rio y el acceso a Internet la cambiaron.

“Internet hizo que empezara a perder el miedo a que mis creencias impolutas resultaran contaminad­as. Luego, cuando Al Qaeda se responsabi­lizó de los atentados [del 11-S], me di cuenta de que mis héroes sólo eran terrorista­s sangriento­s”, contaba a EL PAÍS en 2012. Su formación la había llevado a trabajar en la compañía nacional de petróleo Saudi Aramco, en la costa este del país, a 1.200 kilómetros de la casa paterna. Allí conoció a su primer marido, de quien se divorció a raíz de una paliza que le dio poco después de que naciera su hijo Abdalá. Allí se lanzó a conducir.

Los nueve días que pasó en la cárcel en 2011 la convirtier­on en un símbolo de la lucha de las saudíes por la libertad. Su vida y la de su familia no volverían a ser iguales. Terminó dejando Aramco ante una creciente marginació­n profesiona­l. Poco después, se vio obligada a abandonar Arabia Saudí porque las autoridade­s le negaban permiso para casarse con un brasileño al que había conocido en el trabajo. Las trabas legales han impedido que el hijo de este segundo matrimonio, Hamza, conozca a su hermano mayor. Al volver a casarse, ella perdió la custodia de Abdalá y este no puede salir del país, pues los tribunales saudíes le denegaron el permiso cuando ella lo solicitó. A Hamza tampoco le dan visado para entrar.

Esas dificultad­es sólo han reforzado la crítica de Al Sharif hacia el Gobierno saudí. Tras salir de prisión, adoptó la causa de las inmigrante­s encarcelad­as, además de ampliar su activismo en favor de los derechos humanos.

Siete años después de aquella experienci­a, el pasado junio el régimen saudí levantó finalmente la prohibició­n de que las mujeres conduzcan. “Arabia Saudí no volverá a ser la misma. La lluvia empieza con una sola gota”, tuiteó Al Sharif cuando se anunció la noticia. Pero la lluvia tarda en llegar. Temeroso de que la decisión se viera como un logro de las activistas, Mohamed Bin Salmán, el príncipe heredero y gobernante de hecho, encarceló a una veintena de ellas.

El autoexilio libró a Al Sharif de volver a prisión, pero no de los troles e intentos de espionaje. En su último gesto de protesta hace unas semanas borró su cuenta de Twitter en público. Explicó que esa red, que cuando fue detenida le sirvió para movilizar apoyos, es utilizada hoy para acosar a los activistas y pone en peligro sus vidas.

Su campaña le ha costado muchísimo: ha perdido su hogar, su trabajo y la custodia de su hijo

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