Shakespeare en Westminster
Más allá de la histórica derrota de Theresa May y de su acuerdo con Bruselas, está la pregunta obvia, ¿y ahora qué? La buena y la mala noticia es que no hay plan B. Ni en Londres ni en Bruselas. Estamos en modo improvisación, algo más británico de lo que parece. La primera ministra ha sufrido un ataque de las víboras oportunistas de su partido combinado con los cálculos electorales de la oposición. El laborista Jeremy Corbyn, que nunca fue un fan de la Unión Europea, sigue obsesionado con Downing Street.
Parece un drama de Shakespeare en el que la principal víctima serán los británicos, los que compraron las mentiras del Brexit, los que eligieron quedarse en la UE, los que no fueron a votar y los que se creen que la reina Victoria está viva, la Royal Fleet aún domina los mares y el té sigue siendo a las cinco.
El Reino Unido de la Gran Bretaña está metido en un callejón. Puede arrojarse al vacío del No Deal por los acantilados de Dover. Nunca hay que minusvalorar la capacidad destructora de personajes tóxicos como Boris Johnson, Nigel Farage y Jacob Rees-Mogg. El Brexit forma parte de la ola xenófoba que agita el mundo, desde EE UU a Brasil, y Europa y sus regiones. Es una respuesta a la crisis de 2008 —de la que la City no es inocente— y al debilitamiento de los Estados ante los mercados, a la incapacidad de las élites de ofrecer soluciones y de paliar los efectos de la recesión.
Quebrado el hilo musical construido tras la Segunda Guerra Mundial, el del Estado del bienestar, la democracia y los derechos humanos como valores universales, empiezan a sonar los discursos redentoristas en los que prima el sentirse superiores a los demás. Son algunos de los síntomas del periodo de entreguerras del siglo XX, vivero de fascismos y de la deriva estalinista.