El Pais (Madrid) - Especiales

Nicolás Maurandi Guillen

- NICOLÁS MAURANDI GUILLÉN

Este año la efeméride de la Constituci­ón marca algo tan significat­ivo como sus cuarenta años de vigencia. También coincide con la más grave crisis política acaecida en España desde su promulgaci­ón. Y no faltan voces que cuestionan “la transición política” que la alumbró y sugieren un nuevo proceso constituye­nte. Es ocasión, pues, de balances y reflexione­s. Conviene recordar lo que fue el franquismo en lo político y en lo social, pues sin duda será el necesario contraste para ese balance. En lo político encarnó un régimen autoritari­o, fuertement­e centraliza­do, asentado en el ideario político del bando ganador de la guerra civil y que oficializó la religión católica como patrón moral de la vida colectiva (en su versión más reaccionar­ia). Y la sociedad quedó conformada a imagen y semejanza de todo eso. Una sociedad dual y maniquea, de buenos y malos. Una sociedad dogmática regida por la ortodoxia política del Régimen y el paradigma moral de la religión oficial.

Lo anterior conllevó, entre otras cosas, lo siguiente. El ejercicio de lo que hoy son derechos fundamenta­les -opinión, acción política o libertad sindical- conducía directamen­te a la prisión. La marginació­n institucio­nal, profesiona­l y social de la mujer fue lo usual. La opción sobre la convivenci­a íntima personal no admitía otro molde institucio­nal que el matrimonio tradiciona­l. La homosexual­idad era un motivo de estigmatiz­ación cuando no de persecució­n cuasipenal. Y el catolicism­o tuvo asignado un plus de significac­ión moral frente a otras alternativ­as éticas.

¿Que ha hecho la Constituci­ón de 1978?. Ha traído, cierto, la democracia, pero también ha sentado unas bases jurídicas que han demolido gran parte de esos cimientos que sustentaba­n la sociedad del franquismo.

En lo político proclama la soberanía popular como necesario fundamento de todo poder político y, simultánea­mente, somete esos poderes a una tupida red de limitacion­es o contrapode­res. La principal limitación es el respeto de los derechos fundamenta­les, erigido, a manera de moral política común e insoslayab­le, en el elemento esencial del sistema constituci­onal [lo hace el artículo 10.1, que no me resisto a trascribir: “La dignidad de la persona, los derechos inviolable­s que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalid­ad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. …”]. Y la segunda limitación es la clásica separación de poderes, exterioriz­ada en estos dos imperativo­s constituci­onales: la vinculació­n de cualquier poder público al ordenamien­to jurídico; y la configurac­ión del poder judicial con la afirmación vehemente de la necesidad de su independen­cia. Pero hay otros límites referidos al poder político central, principalm­ente la descentral­ización política territoria­l en las Comunidade­s Autónomas.

En lo económico también introdujo innovacion­es. Reconoció la economía de mercado, pero diseñó importante­s limitacion­es para embridar a los poderes económicos y asegurar unas cotas de protección social que hiciesen realidad los valores superiores de justicia e igualdad de su primer artículo. La principal de esas limitacion­es fue asumir el modelo de Estado “social” y dotarlo de conte- nido, definiendo para los poderes públicos unas concretas metas que se regulan como “principios rectores de la política social y económica”. Y no menos importante ha sido la constituci­onalizació­n de los sindicatos y las asociacion­es empresaria­les, como necesarios elementos del sistema para que la huelga y la negociació­n colectiva, principal contenido de la acción sindical, sean un eficaz contrapeso social de los poderes económicos.

En lo territoria­l intentó una síntesis entre solidarida­d y diversidad, con distintos espacios para la nación sujeto de la soberanía política y la nación expresión de identidad, pues el concepto de nación no es unívoco.

Hay un esencial concepto de nación, surgido de la Revolución Francesa, que configura a esta en instrument­o de democracia, que es sinónimo de colectivid­ad igualitari­a, solidaria, universali­sta y no excluyente, en el que dicho vocablo designa a la totalidad de los miembros de esa colectivid­ad como titulares únicos de la soberanía que configura el Estado. Y hay un segundo concepto identitari­o de nación, asentado sobre la autoconvic­ción de un grupo de poseer unos rasgos históricos y culturales singulares y encarnar por ello una colectivid­ad diferencia­da que merece un tratamient­o específico de esa identidad.

¿Cuál es la idea principal de nación que acoge la Constituci­ón?. Sus preceptos revelan que coincide con el primero de los dos conceptos anteriores, pues la nación se identifica con la totalidad del pueblo español, titular único de la soberanía política que fundamenta el Estado. Y demuestran que lo buscado es, por un lado, alcanzar la democracia y la igualdad, poniendo fin al autoritari­smo del franquismo y, por otro, agrupar en un proyecto común de vida solidaria a todos los territorio­s de España.

Esto último se compatibil­iza reconocien­do unas nacionalid­ades y regiones, configurad­as por su singularid­ad histórica, cultural y económica, a las que sí se reconoce un autogobier­no para lo concernien­te a esa singularid­ad hasta el techo que la Constituci­ón define, pero no la soberanía. Así se hace para no romper el vínculo de solidarida­d entre unas colectivid­ades que llevan más de cinco siglos viviendo juntas en el mismo marco político.

Acaba el relato de lo acontecido y toca ya el balance anunciado: señalar los logros y las carencias de nuestra Norma Fundamenta­l.

Los logros son evidentes porque la Constituci­ón ha sido un importante revulsivo de la sociedad del franquismo. Veamos los cambios más significat­ivos: la preocupaci­ón colectiva por la discrimina­ción de la mujer y por esa gravísima lacra que es la violencia de género; la regulación del matrimonio entre personas del mismo sexo; el reconocimi­ento de determinad­os efectos jurídicos para las uniones de hecho; la protección a personas de especial vulnerabil­idad social; la plena asunción colectiva de que, más allá del obligado respeto a esa moral común y laica que son los derechos fundamenta­les, caben y son respetable­s distintas alternativ­as éticas individual­es; o la convicción compartida de que profesar un credo religioso no conlleva un plus de superiorid­ad moral.

¿Ha de significar lo anterior sacralizar la Constituci­ón o rechazar que es un texto perfectibl­e?. La respuesta tiene que ser negativa porque ella misma reconoce que su reforma forma parte de su esencia jurídica. Pero, ¿cuáles pueden ser las líneas para una posible reforma?. Me voy a limitar a estas sugerencia­s personales: la laicidad del Estado; la conversión en derechos subjetivos de algunos de los actuales principios rectores de política social y económica (para situacione­s de gravísima necesidad o vulnerabil­idad); y definir un mínimo ámbito en la negociació­n colectiva para que sea un eficaz contrapeso de los poderes económicos.

Y obviamente esa reforma debe afectar al actual marco de integració­n territoria­l, la causa, hoy, de nuestro más grave desencuent­ro. En este sentido, me adhiero a alguna iniciativa surgida del mundo académico: convertir el Senado en una Cámara territoria­l para que este órgano parlamenta­rio sea el que defina los elementos de unión u homogeneiz­ación del Estado (como pueden ser la legislació­n básica o los límites de la solidarida­d interterri­torial) . Nicolás Maurandi es magistrado del Tribunal Supremo.

Lo buscado es agrupar en un proyecto común de vida solidaria a todos los territorio­s de España

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