El Pais (Galicia) (ABC)

Los museos renuncian a la neutralida­d en sus paredes

La decisión del Nacional de Estocolmo de pintar de colores sus salas se suma a la tendencia mundial de abandonar el cubo blanco

- ÁLEX VICENTE,

El Museo Nacional de Estocolmo, uno de los más antiguos del continente europeo, volvió a abrir sus puertas a mediados de octubre, tras cinco años de obras por renovación. Lo hizo convertido en un recinto bañado en luz y con paredes multicolor, en tonos tan impropios para un secular templo del arte como el amarillo chillón, el verde manzana o el rosa chicle. Desde su reapertura, la sala dedicada al impresioni­smo está teñida del mismo añil que aparece en los cuadros que cuelgan de sus paredes. En el primer piso del edificio, una estancia toma prestado el gris del amenazador cielo de La poesía y los poetas, un óleo que Goya pintó en 1808. Algo más allá, otro espacio adopta el malva de una porcelana francesa del siglo XVIII expuesta en su interior y la sala siguiente, el granate de una lámpara de diseño de 1940. El blanco nuclear, obligatori­o hasta no hace tanto, brilla por su ausencia.

“Antes de la renovación, este museo era una anciana un poco agotada. Ahora vuelve a estar lleno de vida y de energía”, se felicitaba la directora del museo, Susanna Pettersson. Esta osadía cromática no fue fruto del azar. Responde a una voluntad de volver al plan original del hombre que concibió el edificio, Friedrich August Stüler, arquitecto real en la Prusia de hace dos siglos, que ya quiso impregnar sus contornos de tonos poco habituales. “Hacia 1840, ese arquitecto apostó por teñir el museo de rosa, violeta, amarillo, verde y rojo. Pero la apertura de la pinacoteca se retrasó y otro arquitecto tomó el relevo, porque Stüler era ya muy anciano. Su sucesor prefirió rebajar los colores y optar por otros más neutros. Ahora hemos querido regresar a su visión”, relata la conservado­ra jefa del museo, Helena Kaberg, a cargo del proyecto de renovación. Sin embargo, el nuevo museo no es una copia literal, sino una interpreta­ción libre.

A dos lados del Atlántico

El ejemplo de Estocolmo es el último de una tendencia al alza en la escenograf­ía de los museos: la renuncia gradual al llamado cubo blanco, el modelo expositivo de paredes casi clínicas que se impuso en los años treinta. De entrada, en Alemania, donde fue una de las escasas innovacion­es propuestas por la Bauhaus que gustaron a los nazis, que lo convirtier­on en color obligatori­o para toda exposición artística, según la historiado­ra del arte Charlotte Klonk. Al mismo tiempo, el blanco también se impuso al otro lado del Atlántico, cuando el MoMA de Nueva York pintó de ese color las paredes de su nueva sede en la calle 53, inaugurada en 1939. De ahí pasaría a las galerías comerciale­s neoyorquin­as durante los años cincuenta y, algo más tarde, a las del resto del planeta.

De un tiempo a esta parte, cada vez más museos renuncian al aséptico dogma que se impuso hace casi 80 años. El propio MoMA dio un paso decisivo en 2009, cuando la conservado­ra jefa del museo, Ann Temkin, decidió adoptar un tono más grisáceo. “El blanco era un poco duro para las obras de entresiglo­s”, justificó entonces.

Otras pinacoteca­s han ido todavía más lejos. Cuando el Museo Rodin de París volvió a abrir en 2015, después de tres años cerrado por obras, lo hizo envuelto en tonos concebidos por la marca británica Farrow & Ball, que elabora pintura y papel pintado de gama alta desde 1946. Dieron con un nuevo color de uso exclusivo para el museo parisiense, al que llamaron Biron Gray, que lograba realzar los pálidos mármoles de Rodin. No era un sacrilegio: una muestra extraída de sus paredes demostró que, en otras épocas, ese solemne palacete estuvo pintado de rojo y de verde. “Los tonos fuertes siempre hacen resaltar el arte, porque los colores de los lienzos sobresalen”, señala Charlotte Cosby, directora creativa de Farrow & Ball, que en los últimos años ha colaborado con el Metropolit­an de Nueva York, el palacio de Versalles o la Colección Wallace de Londres.

Todo indica que no serán las últimas institucio­nes que renuncian al blanco. “Los museos se van a llenar de colores. Ya se usan profusamen­te en las exposicion­es temporales, pero ahora lo veremos también en las coleccione­s permanente­s”, pronostica Kaberg desde Estocolmo. Aunque sabe que, algún día, su rompedora propuesta también se quedará antigua. “En solo un par de generacion­es, la idea desaparece­rá y dará lugar a otra distinta. Pero está bien que sea así: los museos no deben ser lugares estáticos y ajenos al cambio”, sentencia.

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/ PER-AKE PERSSON Las salas del Museo de Estocolmo, en 2013, antes de su reforma.
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/ BRUNO EHRS Salas del Museo de Estocolmo tras su reapertura.

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