El Pais (Madrid) - Icon Design
Palais Bulles
En los años setenta, Antti Lovag construyó un delirio esférico
Para el antropólogo australiano Michael Taussig, los tonos rosados del atardecer representan la frontera entre dos mundos. En ese momento, lo racional se adormece para dejar paso a lo mágico, y por eso el color del cielo durante la puesta de sol es tan bello. Antti Lovag (19202014), el vanguardista arquitecto que en 1977 comenzó la construcción de esa utopía primordial que es el Palais Bulles, podría suscribir esta aproximación al lado atávico del hombre a través del color y de las formas.
El escenario de la “locura arquitectónica” de Lovag fue el paraje mediterráneo de Théoule-sur-Mer. Allí, a menos de 15 kilómetros de Cannes, comenzó a proyectar una edificación basada en el principio de autoconstrucción que considera el espacio en función de las necesidades del hombre. Para ello, el proyectista húngaro eligió formas esféricas que se adaptaran al libre movimiento del individuo, igual que aquellas cuevas donde nuestros antepasados vivían y dejaban vía libre a su imaginación. El resultado de sus indagaciones se plasmó en un laberinto de “burbujas que concilia el equilibrio entre ambiente e individuo en una fusión natural de módulos ondulados abiertos al exterior”, donde, por cierto, el propio arquitecto estuvo viviendo durante la construcción. Encargada por el industrial Pierre Bernard, la catedral de cemento esférica fue adquirida a principios de los años noventa por el diseñador y mecenas Pierre Cardin, que la convirtió en su “rincón del paraíso, un museo cuyas formas celulares materializan la imagen de sus creaciones”.
Porque, ¿qué mejor escenario, de hecho, para exponer las obras de artistas y diseñadores contemporáneos –lo último, un desfile de Dior en 2015– que el compuesto por los platos de terracota de Pablo Picasso, la lámpara Balance, de Serge Manzon, en metal cepillado, los sofás verdes Ovni, de Claude Prévost, el sillón Éléphant rojo, de Bernard Rancillac, la silla Ribbon, de Pierre Paulin, o