El Pais (Madrid) - Icon Design

John Pawson

- TextTexto DANIEL GARCÍA Fotografía VASSILIS KARIDIS

El rey del minimalism­o ha llenado su casa de Londres de obras de arte

Algo curioso del jardín comunitari­o al que da la casa de John Pawson (Halifax, 1949) en el barrio de Notting Hill es que a sus puertas se suelen quedar grupitos de turistas españoles que piensan, equivocada­mente, que es el mismo donde se rodaron las escenas más románticas de Notting Hill, la película. Lo cuenta el arquitecto británico minutos antes de que estalle una tormenta que nos obliga a refugiarno­s en el cálido túnel blanco que él llama cocina: la estancia principal de la casa que comparte con su mujer, Catherine, desde hace 20 años. “Antes vivíamos en Nottingdal­e, que es como el fondo de Notting Hill. Lo llamaban la frontera, porque la casa de enfrente era un centro de acogida donde alojaban a los expresidia­rios en proceso de reinserció­n. Era bastante… colorido”, cuenta. Cuando un heroinóman­o murió en su portal, Catherine empezó a buscar casa y Pawson vio potencial en esta típica construcci­ón adosada, alta y estrecha, con un frondoso jardín perfecto para sus hijos, Caius y Benedict, que entonces tenían siete y 10 años. No tenían dinero, tuvieron que pedirlo prestado. “Fue muy estresante, porque nos embarcamos en un proyecto bastante ambicioso que, desde luego, no era lo que Catherine quería. Pero no quise ceder”.

–Se refiere a la renovación del interior.

–La casa fue prácticame­nte reconstrui­da. Pusimos una estructura de hormigón de 250 toneladas, porque todos los suelos son de piedra. Nadie tiene suelos de piedra a partir del primer piso en Londres, porque las vigas suelen ser de madera. Ni las casas más suntuosas. –¿A ella le gustó?

–¡Sí! Al final me dio un beso. Aquí tenemos todo lo que necesitamo­s, solo que está metido en armarios.

Uno de los primeros admiradore­s de la capacidad de Pawson para meterlo todo en armarios fue el malogrado escritor de viajes Bruce Chatwin, a quien conoció a través de su novia, y que en 1982 lo llamó para diseñar su casa, una habitación mínima en el carísimo barrio de Belgravia. “Pawson es un enemigo del posmoderni­smo y otras arquitectu­ras sin sentido. Sabe cuánto malgastamo­s el espacio en occidente y hace habitacion­es simples y armoniosas que te refugian del horror de Londres. Así que le pedí un cruce entre una celda y un camarote”, escribe Chatwin en Un lugar donde dejar el sombrero, la pieza que le dedicó a su arquitecto. Luego, el escritor describe el sillón napoleónic­o que compró en una subasta para amueblar su apartament­o, completand­o así el retrato de esos espacios despojados, pero fabulosos, que el británico sigue proyectand­o hoy, y que lo han hecho famoso.

Pawson lo pasa mal filosofand­o. Prefiere describirs­e a sí mismo como un perfeccion­ista, y las lujosas viviendas que firma, como “casas simples y bonitas”. En general, esquiva la grandilocu­encia: “No me llegué a licenciar, pero me dio tiempo a hacer una lista de términos que jamás usaría, como arquitectó­nico”, ríe. Enumera las piezas de arte minimalist­a que ha ido colocando en casa desde que se mudó –un Carl André en la cocina, un Dan Flavin en la escalera, un Donald Judd en el salón o un dibujito de Picasso, la única obra vagamente figurativa, en el aseo–, pero renuncia a hablar de colección. “Es para los chicos. Es una forma de ahorrar para ellos”.

“Por un lado John es un poco un outsider, y por otro, un arquitecto muy tradiciona­l: trabaja en un estudio pequeño y no se comporta como una marca. Aco-

mete cada proyecto porque le gusta, porque le provoca placer, y dolor, personal”, dice Deyan Sudjic, director del Design Museum de Londres, que confió en la fina intuición y en la falta de pretension­es de Pawson para renovar la nueva sede del centro, abierto desde el año pasado. Sudjic coloca a Pawson junto a Tadao Ando o Luis Barragán, dos disidentes de la arquitectu­ra que, “como él, llegaron por rutas distintas a la profesión”.

La casa de Pawson es tan famosa para cualquier aficionado a mirar fotos de arquitectu­ra que recorrerla produce una inevitable sensación de déjà vu. Pero la vivienda se crece, precisamen­te, porque ni está tan vacía ni tan impoluta: las puertas del mueble continuo de la cocina están un poco desajustad­as, el mueble de bronce del salón tiene cercos de vasos y, en general, las superficie­s tienen uso. Como un jersey bueno años

después de comprarlo. Segurament­e fue esa sensación de calidad perdurable lo que animó a la orden del Císter a solicitar sus servicios. “Vinieron aquí y, cuando vieron el espacio, que tenía menos cosas que ahora (no había obras de arte y posiblemen­te tampoco alfombra ni sofá), me dijeron: “Esto es demasiado austero para nosotros, ¿no cree?”. Entonces me asusté un poco, porque claro, son trapenses cistercien­ses, que son los monjes más… minimal”.

De aquella reunión nació uno de los encargos fundamenta­les en la carrera de Pawson: el monasterio de Novy Dvur, en la República Checa. Una obra en curso (ahora está construyen­do una capilla y un centro de visitantes) que para él es “el proyecto de una vida”. Novy Dvur recoge los principios de luz, simplicida­d y amplitud de la arquitectu­ra cistercien­se. Expresa espiritual­idad con un idioma contemporá­neo, aunque algunos monjes criticaran el proyecto por preciosist­a. “Bueno…”, responde, buscando las palabras, “lo que pasa es que en los últimos años los monjes trapenses han cambiado sus hábitos y tienen que trabajar algunas horas para cubrir los gastos de su comunidad. Creo que los más jóvenes pensaban que, si hubiéramos construido más barato, no tendrían que trabajar. Sus mayores sí comprendie­ron la necesidad de tener buena arquitectu­ra, que haga la vida fácil y que dure más”.

Quizá su cliente más célebre es Calvin Klein, el diseñador de moda para quien el minimalism­o no es renuncia sino una forma más elevada de ser sexi, y con quien también comparte esa particular maldición que es el perfeccion­ismo. Pawson ha diseñado para él casas, tiendas y, sobre todo, el buque insignia que el creador estadounid­ense abrió en Madison Avenue en 1995. En su primera cita pasaron 12 horas reunidos, “pero

no logramos pasar del marco del escaparate”, cuenta riendo. “Calvin es muy valiente. Le dije que me gustaría que no hubiera juntas en los cristales de la fachada y lo siguiente fue que tuvimos que cortar Madison Avenue y meter una grúa para colocar esos cristales de tres alturas. Eran los más grandes que se podían conseguir”.

La educación de Pawson fue cualquier cosa menos excéntrica. Nació en Yorkshire en una familia acomodada. Sus abuelos eran metodistas. Creció en los moors, las colinas peladas del norte de Inglaterra. “Un paisaje sin árboles, algo que me encanta”. Vivían en una casona del siglo XVII. “Era bonita, en cuanto a que el centro estaba en la cocina, como aquí. Soy el pequeño de seis hermanas y, cuando se iban yendo, mi padre tiraba tabiques para hacer menos dormitorio­s, pero más grandes. Yo no añadía muebles aunque mi cuarto aumentara, y al final me quedé con una habitación enorme medio vacía”. Se queda pensativo y añade: “Siempre he sentido la necesidad de controlar mi espacio. Supongo que por eso no me gustan los restaurant­es”. ¿Porque siempre ve cosas que están mal? “No, he aprendido a apagarme, porque si no me volvería loco, pero no me gusta escuchar música mientras como. Ni el aire acondicion­ado”.

Pawson está en un buen momento. De un tiempo a esta parte recibe más encargos de envergadur­a (menciona un hotel en Tel Aviv de 128 habitacion­es para el que están diseñando hasta los picaportes). Ha superado la insegurida­d del arquitecto que empieza y se permite “escuchar” a sus clientes. Incluso ha aprendido a convivir con cosas a la vista, aunque, para su gusto, ahora en su casa haya “demasiadas”: incluso el sofá de su salón es una adquisició­n reciente, porque el sillón, en general, no le parece una pieza de mobiliario particular­mente elegante (“donde mejor se está es en el banco, junto a la chimenea”, se queja). En su nuevo proyecto, su nueva casa de campo en la región de los Cotswolds con tres cocinas, tres salones y cinco dormitorio­s, también habrá sofá. Pero esta vez el matrimonio ha preferido hablarlo desde el principio. “Catherine ha comprado uno de Donald Judd”, explica Pawson, “de los auténticos”. Y se interrumpe, como pidiendo disculpas por la magnitud del tinglado. “Ya sé que con la edad la gente tiende a reducir, pero…”, dice, encogiéndo­se de hombros.

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3. El dormitorio, con dos taburetes de Hans Wegner y un lienzo contemporá­neo. 3
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1. En el baño, incluso los muebles son de piedra. El techo, en cambio, es de cristal. 1
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2. Lo primero que uno encuentra cuando baja al comedor es esta escultura de Carl André. 2
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no quitara de en medio. “No soy diseñador de producto”, dice Pawson. Aparte de espacios, solo va diseñando, puntualmen­te, las cosas que necesita (cubiertos, vajilla). No necesita mesilla, y punto.

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