El Pais (Nacional) (ABC)

Con un estruendos­o aplauso

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Perder una elección en democracia es normal. Lo que ocurre es que ahora también es normal perder la democracia mediante elecciones. Así ocurrió en aquel país. No hizo falta una asonada militar ni un general a caballo en el Parlamento, bastó con la elección de su nuevo presidente.

Desde el ejecutivo, y con amplísimos poderes de emergencia, se pudo afanar en pervertir los dos intangible­s que según Levitsky y Ziblatt son claves para sostener la democracia: la tolerancia al pluralismo social y la autoconten­ción desde el poder. Durante los primeros años de legislatur­a, el presidente fue usando su posición para ir restringie­ndo el margen de maniobra a partidos, organizaci­ones y medios de comunicaci­ón que no le eran afines. Pese a las acusacione­s de juego sucio, la importante polarizaci­ón social jugó a su favor.

El apoyo de no pocos moderados se coordinó tras las propuestas extremas defendidas por el partido del presidente con tal de no ceder un paso ante el ya considerad­o “enemigo” político.

En la siguiente convocator­ia electoral sus políticas fueron refrendada­s ampliament­e al ensanchar su mayoría de gobierno. Los demócratas habían tenido el síndrome de la rana en el cazo. Dado que la temperatur­a fue subiendo poco a poco no se apercibier­on de hacia dónde discurrían los hechos, de modo que cuando intentaron reaccionar ya era tarde. Pensaban que no podía pasar allí, que esto era propio de lo que ocurría en otras latitudes, que las institucio­nes internacio­nales ayudarían a mitigar esta posibilida­d. Craso error.

Pero no sólo importaba el cuándo, también el quién. Gran parte de los sectores críticos con el presidente venían de las familias políticas tradiciona­les, pero su apoyo social era cada vez más escaso. La razón era sencilla: una parte de los ciudadanos no olvidaban como ellos colaboraro­n durante años activament­e en el deterioro de la institucio­nalidad pública.

Unas élites que, en lugar de levantar cortapisas a su poder, se dedicaron a emplear las institucio­nes como un instrument­o para su beneficio personal y político.

La corrupción, la pérdida de legitimida­d de los tribunales de justicia y la degradació­n de la vida pública generó una desafecció­n creciente. Dado que no pudieron o no quisieron reformar el perímetro de las reglas de juego, la sociedad empezó a ir por su lado y la política por el suyo. Por eso cuando estalló la segunda gran crisis, al presidente no le costó mucho que calara el “¡que se vayan todos!”.

Tenía una cierta racionalid­ad contestata­ria para unos votantes que ya no esperaban anda de sus miopes políticos. Y sí, quizá no sabían lo que implicaba ese voto de confianza al presidente, pero una vez llegados a ese punto se limitaron a despedir su libertad con un estruendos­o aplauso.

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