El Pais (Nacional) (ABC)

La pasión por la política

- BELISARIO BETANCUR MARIANO JABONERO

El pasado día 7, falleció Belisario Betancur (Amagá, Antioquía, 1923-Bogotá, 2018), un hombre que vivió con entrega y pasión la política y la cultura. Mi relación con él se inició en la década de los noventa. Pocos días después de conocerle, ya tenía en mis manos la obra que compiló Carlos Caballero, en cuya portada aparecía la foto del expresiden­te y el sugerente título: La pasión de gobernar. Hace pocos meses, el ex presidente Betancur me enseñaba en su despacho bogotano su última obra Canoa. Cervantes y don Quijote en las Indias, y, entre otras cuestiones de gran interés, me contaba el origen indígena de la palabra “canoa” y me hablaba de su última obra con emoción e ilusión. Sobre su avanzada edad ironizaba, diciéndome que había pasado el límite de ser un vejestorio para llegar a ser una institució­n.

Su vocación política le llevó desde Medellín a Bogotá, una decisión que obedeció, según sus palabras, a buscar destino. Destino que se inició con la persecució­n y cárcel en tiempos del dictador Rojas Pinilla; más tarde como ministro de Trabajo con el presidente Guillermo León Valencia, de Educación con Lleras Camargo, embajador en España y, después de tres campañas sin éxito —aprender de las derrotas, lección que compartió con su coetáneo Salvador Allende—, ser presidente de la República de Colombia.

Fue el primer presidente que entendió que el tratamient­o que debía darse al conflicto militar que vivía Colombia no podía ser solo militar, y que el diálogo, el poder de la palabra, del acuerdo y del pacto debían tener sentido y espacio para la construcci­ón de un futuro de paz y convivenci­a. Un planteamie­nto que a principios de la década de los ochenta era realmente subversivo, pero que fue posible gracias a sus primeros acuerdos con las guerrillas del M-19, FARC y otros grupos combatient­es, pactos que abrieron un camino que hoy vemos casi concluido gracias a los recientes acuerdos de paz, pero que en sus inicios sufrió uno de los más trágicos episodios con la toma por la guerrilla del Palacio de Justicia de Bogotá, en noviembre de 1985, acto que fue seguido de la brutal reacción de una parte del ejército, comportami­ento que quizás fue aun más grave en los días siguientes al asalto.

Tiempos difíciles para gobernar en paz y orden: como él mismo reconoció después, situacione­s inmanejabl­es que quizás pudieron tener una mejor gestión. Momentos en los que, entre otras circunstan­cias, sufrió el asesinato de su ministro de Justicia a manos del narcotráfi­co, se produjo la catástrofe de Armero y el terremoto de Popayán. Tiempos en los que, con una ejemplar prudencia política que en el mundo mediático actual no tendría réplica, rechazó que Colombia fuera la sede del campeonato mundial de fútbol de 1986, cediendo la celebració­n del evento a México, otro país iberoameri­cano.

Su pasión por la política continuó después de su etapa presidenci­al y se manifestó de diferente manera: mediante una prudente y sabia ausencia de protagonis­mo en Colombia, actitud muy reconocida y valorada por todos, y con su vocación mediadora a favor de la paz y la concordia en Iberoaméri­ca, cuyo recuerdo perdura, entre otros casos, por su compromiso con el grupo de Contadora y su presidenci­a de la Comisión de la Verdad en El Salvador, en 1993, que sirvió para poner fin a la pertinaz y atroz guerra civil que vivía ese país centroamer­icano.

La segunda pasión fueron los libros y el vasto y rico territorio de la educación y la cultura. Llegó a la presidenci­a de Colombia con libros en su mochila y salió del cargo con más libros y más ansias de cultura y ganas de escribir las novelas que siempre quiso regalarnos, los versos que de manera maravillos­a compuso o lo que él llamaba perpetrar dibujitos, imitando a su maestro Mansur.

Mecenas de artistas, editor,

promotor de iniciativa­s de arte, así como de educación y cultura desde su presidenci­a de la Fundación Santillana para Iberoaméri­ca, donde protagoniz­ó numerosas iniciativa­s a favor de la lectura y escritura para niños y adultos, de experienci­as escolares y, en fin, sus conferenci­as inolvidabl­es, en las que demostró siempre el más alto nivel de rigor, elocuencia y amor hacia la lengua castellana; ese inmenso patrimonio, la lengua que

nos une a cientos de millones de hombres y mujeres iberoameri­canos, lengua a la que con sabia ironía se refería, cuando la escuchaba de habitantes de la Península ibérica, como ese dulce dialecto que utilizan los españoles.

Mariano Jabonero

es secretario general de la Organizaci­ón de Estados Iberoameri­canos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI).

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