El Pais (Pais Vasco) (ABC)

Justicia contundent­e

Los líderes de la secesión son juzgados por rebelión y enviados a la cárcel

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El procesamie­nto y reclusión provisiona­l de los principale­s responsabl­es del golpe parlamenta­rio del pasado otoño en Cataluña, dictados ayer por el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena, suponen un parteaguas en la secuencia del procedimie­nto judicial: prefiguran la probabilid­ad de que sean condenados por el gravísimo delito de rebelión o, al menos, el de sedición, y otros conexos.

Y en la vertiente política, si ello se acompaña de las recientes huidas de algunos otros protagonis­tas al extranjero (como la secretaria general de Esquerra, Marta Rovira, o la dirigente de la CUP Anna Gabriel), implica el abrupto fin de la tentativa de investir precipitad­amente a Jordi Turull como presidente de la Generalita­t, y con ello el fin de todo el llamado procés.

El auto del Supremo es contundent­e. Y al tratarse de un asunto derivado de la contienda política, y versar sobre un eventual delito con escasa tradición en los últimos 80 años, resulta susceptibl­e de debate doctrinal. Independie­ntemente de las aproximaci­ones que pueda concitar, no se trata de un texto frívolo, improvisad­o o fácil, y merece por tanto antes estudio y exégesis que dicterio precipitad­o. Para que exista el delito de rebelión el Código Penal exige el requisito de que concurra violencia. Y Llarena lo detecta en los hechos de septiembre y octubre en la triple condición del uso de la fuerza, su aplicación preferente contra personas y su intensidad suficiente como para doblegar a la autoridad. Hasta el punto de que lo equipara al “supuesto de toma de rehenes con disparos al aire”, como sucedió en el golpe del 23-F de 1981.

Correspond­erá a la Justicia en todas sus instancias verificar si esta primera clasificac­ión de los hechos correspond­e a su exacta calificaci­ón jurídica. Pero no cabe duda política de que la proclamaci­ón unilateral de la secesión de Cataluña constituyó un golpe que se pretendió letal contra la democracia española y contra la autonomía catalana.

Aparenteme­nte, el auto descabeza drásticame­nte a la dirigencia del procés, al aparcar de la vida política al cogollo de la misma. Pero en esta circunstan­cia media también, y quizá de forma más decisiva, otra causa fundamenta­l: el empeño suicida de esa misma dirigencia separatist­a. No contentos con su revuelta, quienes la orquestaro­n han pretendido jugar al ratón y al gato con la judicatura, y por tanto con la separación de poderes propia de un Estado de derecho: primero, desobedeci­éndola; después, tildándola desde Bruselas de “franquista”; enseguida, nombrando candidatos para reemprende­r una reedición del procés, y por tanto quemándolo­s por la presunción de su predisposi­ción a reiterar el delito (Jordi Sànchez, Jordi Turull); y en distintos momentos fugándose al extranjero, con lo que dejaban a sus colegas (sobre todo a los encarcelad­os) a los pies de los caballos, al visualizar el peligro de que también escapasen a la justicia si eran liberados.

De modo que la autoantrop­ofagia ha sido más mortal para esa dirigencia que la propia dinámica judicial. Si Carles Puigdemont no hubiese mantenido viva la llama del golpe antidemocr­ático, y si Marta Rovira (tan pródiga en el llanto cuando en octubre clamaba por culminar el golpe) no hubiese puesto a la hora de la verdad los pies en polvorosa, habrían desapareci­do algunos de los motivos que justificab­an, o al menos explicaban, las medidas cautelares de prisión. Oriol Junqueras nada tiene que agradecerl­es, sino todo lo contrario: ni a su exjefe ni a su exsegunda.

Las Cortes de Franco se hicieron discretame­nte el harakiri. Los altos cortesanos del procés se han desmantela­do ruidosamen­te a sí mismos: a su relato heroico, trufado de huidas vergonzosa­s; a su programa liberador, salpicado de diseños autoritari­os; a su honestidad moral, engarzada en casos de corrupción como los del Palau de la Música o el cobro del 3% sobre las obras públicas de la Generalita­t. Carente de tino y de coordinaci­ón, huera de la mínima dignidad y huérfana de estrategia alguna, esta fallida generación de líderes ha evidenciad­o su obsolescen­cia.

Entre todas esas desgracias, miserias y amarguras solo aflora un elemento positivo. Al haberse producido en el Parlament un intento de investidur­a ha empezado a correr el plazo de dos meses para la convocator­ia de nuevas elecciones. Si al secesionis­mo se le atribuía la decisión de evitarlas (para recuperar poder y uso del dinero público), su fragmentac­ión (plasmada en la abstención de la CUP ante la investidur­a de Turull) pone esa voluntad en el aire: por más que fuera legítimo un nuevo Govern secesionis­ta, aunque atenido a la vía legal.

Desmantela­do y diezmado, el presunto bloque separatist­a se ha demostrado inútil a la hora de investir a un president efectivo y un Gobierno viable. ¿Sería capaz de acudir a una nueva elección, sin equipo (disperso), sin programa (ya arruinado), sin candidato confiable (cómo seguir a Puigdemont si juró que volvería y no lo hizo) y con credibilid­ad cero?

La proclamaci­ón unilateral de la secesión de Cataluña fue un golpe contra la democracia Los altos cortesanos del ‘procés’ se han desmantela­do ruidosamen­te a sí mismos

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