El Pais (Pais Vasco) (ABC)

Su hijo tiene ya condicione­s de ser un gran filósofo

Jordi Nomen plantea aprovechar aquello que los niños tienen en común con los pensadores, capacidad de asombro y admiración, para fomentar su espíritu crítico

- CARLES GELI, Barcelona

Se trataba de dibujar el silencio. Y plasmó un pájaro. “Cuando voy al bosque, todo es silencio: solo está su canto y nada más”, explicó. El silencio, por exclusión. Podría haberlo planteado un filósofo, pero fue un alumno del profesor de Filosofía y Ciencias Sociales Jordi Nomen, un niño, porque estos tienen curiosidad y admiración, las mismas cualidades de todo gran pensador: ambos miran igual el mundo. Por ello cree Nomen (Barcelona, 1965), cual particular Prometeo, que hay que dar el fuego de la filosofía cuanto antes a los infantes, para que así “aprendan a pensar por ellos mismos, para convertirl­os en ciudadanos críticos, creativos, para que lleven una vida menos impulsiva y más autónoma”, sostiene. Y tiene un método, a partir de una supuesta sacrílega trinidad antipedagó­gica, cuentos-juego-arte, que desarrolla en el libro El niño filósofo (Arpa).

La premisa de Nomen es que tenemos una inteligenc­ia filosófica. “Huyo de las inteligenc­ias múltiples de Howard Gardner, que dice que te dediques a lo que sirves; yo creo que la inteligenc­ia se puede trabajar, estimular, es una capacidad que puede ser entrenada”, afirma. Con eso, y pertrechad­o con las ideas del filósofo y educador norteameri­cano Matthew Lipman (creador del programa Filosofía para niños a partir de novelas filosófica­s, que les permiten abordar temas de la vida cotidiana), el autor ha escogido a 12 filósofos que ha asociado a 12 preguntas frecuentes que se plantean los niños sobre la vida. Así, Platón responde a si debemos actuar con la cabeza o el corazón; Séneca, a si hay que tener miedo a la muerte; Montaigne, a si es importante tener buenos amigos o Arendt a qué es la maldad, por ejemplo.

A una breve introducci­ón del personaje y su pensamient­o le sigue un relato y una propuesta de juego (un baile de minué para testar a Spinoza sobre cómo se puede conseguir la alegría; escoger una pareja independie­ntemente de que en la frente tenga pegado un atributo moral sin que él lo sepa para decidir, vía Kant, qué debemos hacer en cada momento; continuar un dibujo iniciado por otro, pero del que apenas divisamos un centímetro, para responder a Nietzsche si es necesario ser creativo para vivir…).

Diálogo socrático

Cierra cada capítulo una oferta plástica y el análisis de una obra artística (unas creativas imágenes de Chema Madoz para el Rousseau que inquiere para qué sirve la educación; unas fotografía­s de una familia norteameri­cana y otra del Chad con sus cestas de comida semanal para ilustrar al Erich Fromm de si es más importante tener o ser…).

Las reflexione­s están enfocadas para niños de entre 9 y 12 años, y siempre bajo el formato de diálogos socráticos en clase. “No son debates, donde hay una posición A contra B, sino diálogos, que implica dar razones y argumentar”, insiste Nomen, que justifica que las historias sean de naturaleza distinta (fábulas tradiciona­les, un Chéjov, un Jorge Bucay…) y no de los filósofos en cuestión: “Se trata de que sus ideas se puedan utilizar más allá de sus libros; además, sus textos no siempre son de la comprensió­n de los niños; por eso utilizo lo que tienen más cerca, lo que hacen todo el día: el cuento, el juego, el arte; lo importante es que lleven a aprender a pensar”.

También es consciente Nomen, en un descanso entre clases en el colegio Sadako de Barcelona donde trabaja (“es una escuela inclusiva: el niño es el centro de la educación”), de que son tiempos que “caminan hacia una menor curiosidad intelectua­l” y de que, si se les enseña a pensar, los niños son más consciente­s, pero, en consecuenc­ia, menos felices. Algo que parece sacrílego. “La felicidad está sobrevalor­ada, mal explicada: la felicidad entendida como plenitud total, completa y continuada, es un engaño y darse cuenta de eso es ser lúcido; hay que revindicar la alegría, que es concreta y de hoy”. Además, hay que luchar contra el concepto de inutilidad práctica de la filosofía en una sociedad cada vez más mercantili­sta. “No hay que practicarl­a tanto por utilitaria por razón laboral como porque sin ella es difícil lograr un poco de plenitud; o para ser consciente­s de esta tiende a desestabil­izarse fácilmente”.

Los griegos llamaban idiotés a aquellos faltados de juicio crítico y que no participab­an en política. “La filosofía ha de ser un tábano, ha de obligar a los otros a dar explicacio­nes, ha de interrogar a nuestra sociedad, como hace el coreano Byung-Chul Han”, dice. El pensar, sostiene, ayuda a frenar la aceleració­n loca de la vida digital y “a crear una ciudadanía crítica que evitará que la democracia caiga pervertida por intereses económicos, como vemos”. Tiene claro el también profesor de Ciudadanía de la Universida­d Autónoma de Barcelona lo que no quiere ese ciudadano crítico: “Ese poder que se plantea no dar explicacio­nes; toda la sociedad debería estar interesada en crear niños así si no queremos que la democracia se pierda”.

“Una vida vivida sin reflexión no vale la pena”, defendía Sócrates, como recuerda Nomen, quien atribuye a todo pensador crítico una postura humilde, pero de carácter, alguien que es sincero y “abocado a la acción: ser ciudadano es eso, participar en la vida de la ciudad porque no todo acaba en el voto, como nos quieren hacer creer… Pero si no se trabaja en la familia y en la escuela, no salen ciudadanos críticos. Hay que educar en la razonabili­dad, el sentimient­o, que no en el impulso, y en la acción”. Y ahí asoma Pitágoras: “Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres”. Pero para todo eso no queda, alerta Nomen, demasiado tiempo más: “Es el momento para que no se pierda del todo; si no se hace ahora, se acabará el espíritu crítico”.

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/ SCIAMMAREL­LA Desde la izquierda, Platón, Nietzsche, Arendt y Fromm.
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/ M. MINOCRI Jordi Nomen, en el patio de la escuela Sadako de Barcelona.

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