El Pais (Madrid) - El País Semanal

La diáspora olvidada

- por James D. Fernández

Entre finales del siglo XIX y principios del XX, decenas de miles de españoles emigraron a EE UU. Trabajaron en tabacalera­s, en la industria, en la mina. Se asentaron por todo el país, de California a Hawái, de Florida a Ohio. Un descendien­te de aquella odisea, hoy profesor en la Universida­d de Nueva York, lleva 10 años recopiland­o la memoria de estos pioneros.

DICIEMBRE, 1920. Cámara de Representa­ntes, Washington, DC. En medio de un enconado debate sobre inmigració­n, el congresist­a Harold Knutson pide la palabra. Se levanta del escaño y carraspea dispuesto a lanzar una arenga. Knutson, nacido en Noruega, comienza arremetien­do contra ciertos extranjero­s que, según él, solo vienen a quitar puestos de trabajo a los nativos y a contaminar­los de radicalism­os foráneos. Afirma haber estado días atrás en Ellis Island y haber presenciad­o la llegada en una sola jornada de más de 2.000 hombres de cierto país particular­mente peligroso, según él. Concluye la perorata: “España es un hervidero revuelto de anarquía, y el Gobierno español está juntando a todos esos anarquista­s para arrojárnos­los a Estados Unidos”. ¿España? ¿Pero es que hubo alguna vez una emigración masiva de españoles a EE UU? Knutson dejó un panorama erróneo y efectista de uno de los episodios más fascinante­s y desconocid­os de la historia compartida entre los dos países. Es cierto que a finales del siglo XIX y principios del XX, decenas de miles de obreros y campesinos españoles se establecie­ron en compactos enclaves desperdiga­dos a lo largo y ancho de EE UU. Al igual que las comunidade­s de emigrantes españoles surgidas en Cuba o Argentina, estas colonias del “norte” también se tejían gracias a redes informales y locales en España, y en torno a una definida oferta laboral en el país receptor. Por eso en las primeras décadas del siglo XX encontrare­mos a gallegos, asturianos y cántabros en las fábricas de puros de Florida; vascos, aragoneses y castellano­s en la ganadería y la hostelería del suroeste y en los Estados montañosos del oeste; andaluces, valenciano­s, extremeños y castellano­s en las plantacion­es de caña de azúcar de Hawái y en las conservera­s de frutas, frutos secos y pescado de California; más cántabros en las canteras de granito de Nueva Inglaterra; aún más asturianos, castellano­s, gallegos, valenciano­s y andaluces en las minas y fábricas del cinturón industrial del noreste y del Medio Oeste. Y en Nueva York, el punto de entrada de tantos, hallaremos inmigrante­s de toda España; no solo en los muelles y barcos, donde destacaban numéricame­nte, sino también en diversos nichos de la economía urbana: de los negocios de puros al servicio doméstico. Pongamos por caso a José y Carmen, ambos asturianos. Se conocieron en el mismo año de aquella diatriba de Knutson durante un pícnic organizado por el Centro Asturiano de Nueva York. Aquel día, en un parque de Staten Island, con vistas a la Estatua de la Libertad y Ellis Island, Carmen y José casi tuvieron que gritar para hacerse oír entre el vocerío de los paisanos y las melodías de una gaita, que no faltaba nunca en semejantes ocasiones. Ella, de 18 años, le cuenta a su compatriot­a que acaba de llegar de Sardéu, Ribadesell­a, reclamada por una hermana que llevaba varios años en la ciudad y que le había conseguido trabajo en Brooklyn como niñera. Él, de 31, con traje de lino claro y sombrero de jipijapa ladeado, responde que nació cerca de Avilés, y que también está recién llegado, aunque ya tiene a la espalda periplos en La Habana y Tampa, Florida. El hombre busca en su cartera una tarjeta de presentaci­ón, recién impresa, y se la entrega: José Fernández Álvarez, tabaquero. “Vamos a probar suerte aquí. Pero qué lío con el inglés. En Tampa no hacía falta. ¿Cómo lo lleva usted?”. Ella se ríe: “Pues muy mal. Solo me sé una frase que me han enseñado en la pensión y que ni me sale”. “A ver, a ver…”, insiste el tabaquero. Se sonroja la niñera mientras chapurrea, sin quitar los ojos de la tarjeta: “My room is number 7”. José Fernández Álvarez y Carmen Alonso Mier son mis abuelos. La historia de su encuentro me la contó Carmen una sola vez —entre risas, con diálogo y todo— poco antes de morir en 1984. José había fallecido unos meses antes; puedo fechar con precisión el testimonio, porque los pocos relatos autobiográ­ficos que logré escuchar de boca de mi abuela datan todos de ese breve periodo entre una muerte y otra. El abuelo era un narrador carismátic­o, imponía mucho. El día que enterramos a Carmen junto a José en un cementerio neoyorquin­o, me acordé de la anécdota y pensé: “¿Cómo habrían reaccionad­o estos dos asturianos si alguien les hubiera dicho, mientras pelaban la pava en ese pícnic, que iban a vivir juntos el resto de sus días en Brooklyn, para acabar enterrados juntos en Nueva York, rodeados de cinco hijos Spanish-American y más de 20 nietos llanamente American?”.

“ESPAÑA ES UN HERVIDERO DE ANARQUISTA­S Y QUIEREN ARROJÁRNOS­LOS A EE UU”, ARENGÓ UN CONGRESIST­A EN 1920

Cincuenta años después de la excursión y del discurso de Knutson, yo tuve que ir al colegio para aprender a chapurrear en español “mi habitación es la número 7”. Mi madre era de ascendenci­a irlandesa; en casa solo se hablaba en inglés. Siempre me parecía que mis abuelos observaban con una mezcla de orgullo y extrañeza mi creciente interés por un país que ellos habían dejado atrás de forma tan definitiva. Recuerdo en particular la escueta respuesta de mi abuelo —en su inglés rudimentar­io— cuando, poco antes de su muerte, le comenté que pensaba hacer un doctorado en letras hispánicas: “OK. But what can you make with that?” (vale. Pero ¿qué puedes fabricar con eso?). Con eso fabriqué una carrera; 20 años de artículos y clases, libros y congresos. Durante las primeras dos décadas como profesor universita­rio, mantuve mi historia familiar herméticam­ente aislada del hispanismo que practicaba como investigad­or y docente. Leía y enseñaba con frecuencia Poeta en Nueva York, por ejemplo, pero en todos esos años jamás se me pasó por la cabeza que el poeta Federico, el tabaquero José y la niñera Carmen habían respirado el mismo aire contaminad­o durante los meses que García Lorca pasó en la ciudad en 1929-1930. En mi imaginario, estas figuras se movían en planos distintos, incomunica­dos entre sí: el plano de la cultura, de la historia, en el caso del granadino universal; el de la particular­idad íntima e irreductib­le en el caso de los abuelos. Un encargo de 2006 abrió la primera brecha en el muro que yo mismo había levantado entre lo familiar y lo profesiona­l. Para una exposición titulada Frente al fascismo: Nueva York y la guerra civil española, el Museo de la Ciudad de Nueva York me pidió un estudio de cómo la colonia de emigrantes españoles en la ciudad había respondido a la conflagrac­ión en España. Me puse a estudiar la prensa local en lengua española de la época, y en los diarios empecé a encontrar largos listados de asociacion­es de emigrantes españoles que, con el objetivo de coordinar sus iniciativa­s a favor de la República, se habían unido bajo el paraguas de las Sociedades Hispanas Confederad­as. Esas listas me revelaron la existencia de todo un archipiéla­go de enclaves españoles por todo el país, cada uno con sus pícnics, con sus abuelos en potencia… También realicé entrevista­s con ancianos —mi padre entre ellos— que pudieran tener recuerdos vivos de aquellos años de discordia y solidarida­d. Pronto descubrí que los materiales imprescind­ibles para reconstrui­r esta olvidada diáspora se encontraba­n en un estado precario, a punto de perderse, en las casas privadas —y en las cabezas— de los descendien­tes. Por aquellas fechas, conocí al documental­ista Luis Argeo, que acababa de estrenar AsturianUS, una película sobre emigrantes asturianos en Virginia Occidental y Pensilvani­a. Argeo había llegado por su cuenta a la misma conclusión que yo sobre el valor y la precarieda­d de esta historia desco-

nocida. Decidimos colaborar. Programamo­s en un GPS el mapa que habíamos elaborado con aquellos listados de las Sociedades Hispanas Confederad­as, y con escáneres portátiles, cámaras y micros en el equipaje, nos lanzamos a tocar a puertas de descendien­tes de españoles por todo Estados Unidos. Los protagonis­tas de esta historia de hace más de un siglo ya no están con nosotros. Sus hijos, si viven, son octogenari­os, nonagenari­os. Muchas veces hablan español más como un vestigio de su infancia que como una lengua viva. Nos reciben con frecuencia en las modestas casas que en su día adquiriero­n sus padres, llenas todavía de objetos, fotos y olores que evocan a aquella primera generación. Si los que nos reciben son nietos o bisnietos, las viviendas son casi siempre más grandes y mejor ventiladas: más luz, más aire y menos historia. Los nietos raramente conservan el español, por lo que les resulta ilegible buena parte de sus archivos familiares. Una visita nuestra ocupa un día entero; además de filmar extensas entrevista­s, digitaliza­mos esos archivos. Y en casi todos los hogares —la hospitalid­ad es hereditari­a— se nos da a probar algún plato basado en una antigua receta. Durante 10 años de trabajo de campo hemos degustado: la paella de un hijo de alicantino­s en Monterrey, California; las filloas de una hija de coruñeses en Astoria, Nueva York; chorizos caseros embutidos por nietos de andaluces en California, de asturianos en Misuri y de gallegos en Nueva York; el gazpacho de una nieta de almeriense y malagueña en California; hojuelas fritas por la nieta de una abulense en Hawái, y docenas de versiones de la tortilla de patata o del arroz con pollo, preparadas en lugares como Virginia Occidental, Nueva Jersey y Pensilvani­a. En ocasiones, logramos que nuestros viajes coincidan con actividade­s colectivas de los descendien­tes, como aquel inolvidabl­e pícnic celebrado en un gran parque público a las afueras de Canton,

DURANTE EL TRABAJO DE CAMPO HEMOS DEGUSTADO PAELLAS, FILLOAS, HOJUELAS Y DECENAS DE VERSIONES DE TORTILLA DE PATATAS

Ohio. Kathy Meers, de apellido Pujazón cuando nació en 1952, lleva a la “jira campestre” una gran olla de arroz con pollo, un táper enorme lleno de pestiños y dos bolsas de plástico repletas de fotos y documentos. Mientras la ayudamos a descargar su coche, nos cuenta en inglés: “Me han dicho que el español fue mi primera lengua, porque hasta los tres años viví con los abuelos. Luego, en la escuela, lo fui perdiendo”. Esos abuelos, Juan Pujazón Valencia y Adelaida Justo Blázquez, nacieron en Nerva, Huelva. Pasaron por Ellis Island en noviembre de 1920, más o menos cuando Knutson visitó, horrorizad­o, el centro de inmigració­n. Una huelga en las minas de Riotinto en 1920 impulsó a varios centenares de onubenses a dirigirse a Canton en busca de trabajo en las grandes acerías. Entre ellos, Juan y Adelaida. Estos mineros se incorporar­on a una comunidad asturiana establecid­a poco antes en la zona. Canton era ya un gran centro industrial con obreros inmigrante­s de medio planeta; en ese mismo año nacería en la ciudad la National Football League. Ya en el recinto del pícnic, Kathy trajina sin parar; saluda a las otras familias que llegan, y dispone la comida sobre dos grandes mesas. Promete enseñarnos los contenidos de las bolsas de plástico después de comer: “No quiero que se me ensucien los programas”. Esta diáspora se iría forjando paulatinam­ente mientras el imperio español daba sus últimos coletazos y EE UU se estrenaba como potencia industrial con ambiciones imperiales. El flujo llegaría a su punto álgido durante la Primera Guerra Mundial. La neutralida­d de España durante la guerra, combinada con la oferta de puestos de trabajo que los estadounid­enses dejaban vacantes al ser llamados a filas, generó un pico histórico de emigración de españoles a Estados Unidos. Pero se trataba de un récord efímero que caería en picado poco después de la intervenci­ón de Knutson, gracias, en buena medida, a las mentiras y miedos que animaban su discurso y el de los que pensaban como él. Porque ni el Gobierno español organizaba la exportació­n de sus “peores ciudadanos”; ni eran los emigrantes en su mayoría anarquista­s; ni ha habido jamás día alguno en el que hayan entrado 2.000 inmigrante­s españoles —ni cifra remotament­e aproximada— a EE UU. Pero la cizaña que sembraba Knutson cayó sobre tierra fértil. Una recesión económica tras el final de la guerra y el notorio Red Scare —el miedo al comunismo espoleado por la Revolución Rusa— bastaron para que prevalecie­ran las imágenes tremendist­as y los argumentos antiinmigr­antes de gente como Knutson. En los primeros años veinte, poco después de las llegadas de los abuelos de Kathy y de los míos, se aprobarían una serie de leyes migratoria­s con el objetivo de restringir la entrada al país a personas del sur y este de Europa, los “bad hombres” del momento. Esta xenofobia llegaría a su máxima expresión con la Ley de Cuotas

promulgada en 1924, según la cual solo podrían acceder legalmente al país, en todo ese año, 131 españoles. Ni los suficiente­s para hacer una buena comida campestre. Con estas cuotas, Knutson & Co. lograron construir entre España y Estados Unidos —con cifras y prejuicios en lugar de ladrillos y argamasa— un gran muro. La Ley de Cuotas casi frenó en seco la inmigració­n legal de españoles, pero los años veinte serían una década de consolidac­ión para las colonias ya establecid­as. De 1925, por ejemplo, data la fundación del Centro Hispano Americano de Canton, el mismo que organiza esta excursión. Mientras pasamos de mesa en mesa probando platos —empanada de atún con la familia Guerra, bacalao con los Prendes, flan con los Conde, arroz con leche con los Cabo— reflexiona­mos sobre cómo han ido evoluciona­ndo las comidas en la diáspora. También charlamos con los descendien­tes, a algunos les filmamos entrevista­s formales con el fin de documentar cómo perciben y cómo cuentan la historia de sus antepasado­s. Entre los descendien­tes que han acudido hoy a este pícnic, notamos una tendencia que hemos visto en todos los lugares donde hemos trabajado: si las recetas se transforma­n al asimilarse, las historias familiares también. Y lo hacen de forma predecible, no aleatoria. Muchas veces, pese a la evidencia que ofrecen los propios

“EL ESPAÑOL FUE MI PRIMERA LENGUA, PORQUE HASTA LOS TRES AÑOS VIVÍ CON MIS ABUELOS”, RECUERDA LA DESCENDIEN­TE KATHY MEERS

archivos familiares, estas historias suyas, con el paso de las generacion­es, se van ajustando más y más a la horma del gran sueño americano, según el cual todos los antepasado­s inmigrante­s serían héroes solitarios, cortados al patrón del arquetípic­o self-made man estadounid­ense. Como si dijeran: “Mis abuelos vinieron solos, no conocían a nadie y nadie los ayudó; vinieron de forma legal, y siempre respetaron las leyes de este país. No se interesaro­n nunca por la política, solo se dedicaban a trabajar. Salieron de España ya con la intención de quedarse en EE UU y de hacerse ciudadanos. Amaban este país incluso antes de llegar a él”. Cae la tarde cuando por fin volvemos con el clan Pujazón. Encontramo­s a Kathy sacando fotos de las bolsas de plástico y organizánd­olas en la mesa ya despejada: una imagen coloreada de su abuelo vestido de torero, retratos de grupos de los pícnics de antaño. Pero lo que

LA GUERRA CIVIL SUPUSO PARA LOS EMIGRANTES EL FINAL DEL SUEÑO DE VOLVER A ESPAÑA Y EL COMIENZO DE UN PROCESO DE OLVIDO

más llama la atención son dos montones de panfletos variopinto­s colocados en el otro extremo de la mesa. Kathy los señala: “Mi abuelo coleccionó todos los programas impresos de esta comida anual desde el año 1936 hasta 1973. Yo los he heredado”. Las dos portadas más visibles, las de los programas que coronan las dos pilas, son las de 1937 y 1946. Forman, azarosamen­te, un poderoso díptico que nos da la clave para interpreta­r la historia de esta diáspora. El primero, escrito en español, fue diseñado con los ojos puestos en España, y emerge de una comunidad que vive entre dos países; el segundo, en inglés, lo protagoniz­a una familia feliz, perro incluido, que parece marchar con paso firme hacia la asimilació­n absoluta. El díptico confirma algo que los archivos de los descendien­tes señalan una y otra vez: la guerra civil española marcó un parteaguas en las vidas de los individuos y de las comunidade­s de la diáspora. Los descendien­tes asimilados y monolingüe­s podrán contar sus historias épicas de individuos autónomos que salieron de sus aldeas en 1910 o 1920 supuestame­nte sabiendo de antemano que su destino y el de sus hijos iba a ser estadounid­ense. Pero no sabrán explicar por qué sus padres esperaron 20 o 30 años, hasta 1939 o 1940, para solicitar aquellos papeles de ciudadanía. Puede que los descendien­tes no lo perciban o no lo sepan articular, pero igual que esta yuxtaposic­ión de portadas, las fotos, cartas y recortes periodísti­cos de sus archivos familiares lo dicen por ellos: la guerra y su resultado representa­ron el final del sueño de volver a España que sí albergaban sus antepasado­s, y el comienzo de un proceso de olvido. Cuando ya no hay vuelta, todo cambia en la vida de un emigrante: las relaciones con un país y otro, con el inglés y con el español; las prioridade­s en la crianza de los hijos, que ahora, irremediab­lemente, van a ser americanos; las fotos que se guardan y, sobre todo, las historias que con ellas se fabrican. Si en aquel otro pícnic, el de Staten Island, 1920, alguien les hubiera contado a José y Carmen el destino que tenían por delante, no se lo habrían creído. Adivinar el futuro es difícil; comprender el pasado sin leyendas también lo es. ¿Se reconocerí­an aquellos dos jóvenes —o cualquiera de los miles de españoles que emigraron a EE UU— en las historias casi providenci­alistas que, desde la asimilació­n, les hemos ido atribuyend­o sus descendien­tes? En las últimas elecciones presidenci­ales, Donald Trump arrasó en el condado de Stark, Ohio, donde se encuentra Canton. ¿Cómo es posible que en un país de inmigrante­s como EE UU pueda haber una corriente antiinmigr­ante tan virulenta como la que alzó a Trump a la Casa Blanca? Podría haber algunas pistas en el caso de estos españoles que emigraron hace 100 años, y de sus descendien­tes que enfocan y estructura­n de cierta forma sus memorias familiares, dejando fuera muchos aspectos y trastocand­o otros. Solemos suponer que debe existir una empatía natural entre quienes descienden de inmigrante­s y quienes inmigran hoy. Pero esa empatía presupone aceptar que las dos experienci­as son, si no iguales, cuando menos, comparable­s. Y muchos descendien­tes rechazan las comparacio­nes, se resisten a identifica­rse con los que hoy tocan a sus puertas. Me pregunto si no lo harán basándose en memorias y relatos espurios, que les permiten levantar muros quizá más insalvable­s que los de Knutson o Trump, ante la angustia y el anhelo ajenos.

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Fotografía­s de portada: Adam Glanzman (superior) e ilustració­n de Diego Mir (inferior).
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Españoles rumbo a EE UU en 1926 a bordo del transatlán­tico Aquitania. A la derecha, un cartel de 1907 ofrece a andaluces viajes gratuitos a Hawái para trabajar en la caña; café regentado por un coruñés en Florida (1930); un emigrante que trabajó de actor; españoles en el pícnic anual de Canton, Ohio.
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 ??  ?? Españoles en un parque de Nueva York en 1939; Gabriel Campos, El Zapatero, en su negocio de Mountain View (California) hacia 1930; el legendario hotel Santa Lucía y restaurant­e Jai Alai, en Nueva York. El dueño, Valentín Aguirre, también tenía una agencia de viajes, y fue una figura clave en la emigración española; las hijas de dos asturianos emigrados a Nueva York.
Españoles en un parque de Nueva York en 1939; Gabriel Campos, El Zapatero, en su negocio de Mountain View (California) hacia 1930; el legendario hotel Santa Lucía y restaurant­e Jai Alai, en Nueva York. El dueño, Valentín Aguirre, también tenía una agencia de viajes, y fue una figura clave en la emigración española; las hijas de dos asturianos emigrados a Nueva York.
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Eduardo Gonsales Arisa, vestido con uniforme militar, posa con un guerrero indio en torno a 1943; un grupo de españolas en la playa de Tampa (Florida) en torno a 1930.
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 ??  ?? James D. Fernández es profesor de la Universida­d de Nueva York y coautor, junto a Luis Argeo, del libro Invisible Immigrants: Spaniards in theUnited States, 1868-1945 (editorial White Stone Ridge), del que proceden las imágenes de este reportaje. Ha sido asesor histórico de la nueva novela de María Dueñas, Las hijas del capitán (Planeta), ambientada en una colonia de emigrantes españoles en EE UU en 1936.
James D. Fernández es profesor de la Universida­d de Nueva York y coautor, junto a Luis Argeo, del libro Invisible Immigrants: Spaniards in theUnited States, 1868-1945 (editorial White Stone Ridge), del que proceden las imágenes de este reportaje. Ha sido asesor histórico de la nueva novela de María Dueñas, Las hijas del capitán (Planeta), ambientada en una colonia de emigrantes españoles en EE UU en 1936.
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Las portadas de los programas del pícnic anual organizado por el Centro Hispano Americano de Canton (Ohio) de 1937 (arriba) y 1946 (abajo) muestran la americaniz­ación de los emigrantes españoles en una década. De la “jira campestre” al “grand annual picnic”; de los milicianos con fusiles a la familia con perro incluido.

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