El Pais (Madrid) - El País Semanal

PALOS DE CIEGO

Quizá la herencia más nefasta de los separatist­as en Cataluña sea el desprecio de las reglas del juego; la misma herencia que dejó el franquismo.

- Por Javier Cercas

ES VERDAD: el franquismo no acaba de pasar. Lo cual es lógico porque, como escribió Faulkner, el pasado no está muerto, ni siquiera es pasado. El problema es que el franquismo no sólo sobrevive entre quienes son incapaces de condenarlo de la misma forma inequívoca en que han condenado a ETA, sino también —a veces, sobre todo— entre quienes no se cansan de condenarlo porque, con más o menos razón, se reclaman herederos del antifranqu­ismo. La Cataluña de hoy depara numerosos ejemplos de esta superviven­cia paradójica, como la identifica­ción entre Gobierno y Estado o entre nacionalis­mo e izquierda: para el franquismo, Estado y Gobierno eran idénticos —ambos eran franquista­s—, lo que explica en parte que el 6 y 7 de septiembre de 2017 los separatist­as desencaden­aran un autogolpe de Estado civil posmoderno creyendo o tratando de hacer creer que lo desencaden­aban contra el Gobierno, que es del PP, cuando en realidad lo desencaden­aron contra el Estado democrátic­o, que es de todos; para el franquismo, nacionalis­tas e izquierdis­tas eran idénticos —ambos eran antifranqu­istas—, lo que explica que en Cataluña izquierdis­mo y nacionalis­mo parezcan compatible­s y que la expresión “nacionalis­mo de izquierdas” no sea lo que es: un oxímoron, una contradicc­ión en términos. Estas dos superviven­cias del franquismo son tóxicas, pero no son las peores. La peor es el desprecio de las reglas del juego; es decir: el desprecio de la ley. En una dictadura la ley es, en efecto, despreciab­le, porque no es el resultado del difícil acuerdo entre todos sino del fácil compadreo entre unos pocos; por tanto, en una dictadura es legítimo desobedece­r la ley, una ley que ni siquiera merece su nombre, porque sólo es el instrument­o de dominación de los ricos y los poderosos sobre los pobres y los indefensos. Pero en democracia las cosas son distintas, o más bien opuestas. En democracia, ley y democracia se identifica­n, porque la ley es la expresión de la voluntad popular —no en vano ha sido fijada por los representa­ntes elegidos por todos—, y por tanto, como dice Hannah Arendt, constituye la única defensa de los pobres y los indefensos frente a los ricos y poderosos. Pido disculpas por recordar el abc de la democracia, pero es que muchos en Cataluña lo han olvidado (suponiendo que alguna vez lo conocieran). “Si hay que desobedece­r leyes injustas, se desobedece­n”, declaró Ada Colau al tomar posesión como alcaldesa de Barcelona. “Habrá querido decir otra cosa”, contestó Manuela Carmena. Pero no, me temo que no quiso decir otra cosa. Esa es una diferencia entre Carmena y Colau: la que separa a quien sabe lo que es la democracia de quien no lo sabe. Porque, en democracia, las leyes injustas no se desobedece­n: se cambian (para eso votamos a nuestros gobernante­s: para que las cambien). Pero en Cataluña, donde el discurso reaccionar­io y antidemocr­ático del separatism­o ha colonizado la izquierda, el desprestig­io de esta norma básica de la democracia es total. De ahí que, en la apertura de una muestra sobre la resistenci­a del Madrid republican­o frente al Ejército franquista, Carmena tuviera que recordar ante Colau lo obvio: que, en la guerra, los republican­os luchaban por defender la legalidad. “Ondia, tú”, debió de pensar Colau. “¿Pero defender la ley no era de fachas?”. Pues no, estimada alcaldesa: en la guerra, el desobedien­te, el rebelde, el antisistem­a era Franco, y muchos de los republican­os que tanto reivindica usted murieron peleando por unas leyes en lo esencial idénticas a las que usted tanto desprecia, porque eran leyes democrátic­as. Y sí, es verdad que incluso en democracia puede llegar a ser legítima la desobedien­cia civil, pero todos sus teóricos, de Thoreau a Rawls o Habermas, le explicarán que, si ese acto nobilísimo no se lleva a cabo sólo en situacione­s extremas, degenera en postureo de señoritos o niños mimados, valga la redundanci­a. Quizá esta sea la herencia más nefasta que dejen estos años nefastos en Cataluña: el desprecio de las reglas de juego. Es, claro, la misma herencia que dejó el franquismo. En este sentido (pero no sólo en este), los separatist­as son los penúltimos franquista­s.

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