El Pais (Madrid) - El País Semanal

MANERAS DE VIVIR

En España hay 260.000 locales, uno por cada 175 habitantes, la cifra más alta de la Tierra. Somos la primera potencia mundial del codo en barra.

- Por Rosa Montero

LA OTRA NOCHE estuve un rato en el bar de la esquina. Es decir, en uno de los cientos de miles de bares de la esquina que hay en España, esos locales que, en nuestra sociedad, hacen las veces de iglesias laicas o de centros comunitari­os, piedras fundamenta­les de la vida del barrio. Este establecim­iento en concreto, además, está de verdad en un esquinazo y por añadidura se encuentra a un tiro de piedra de mi casa, tal y como debe ser según las normas sagradas y no escritas del parroquian­o tradiciona­l. En España hay 260.000 bares, uno por cada 175 habitantes, la cifra más alta de la Tierra (datos de 2016 de la consultora Nielsen). Repito: somos la primera potencia mundial del codo en barra. Para hacernos una idea de la enormidad de nuestra afición, digamos, por ejemplo, que tenemos más bares que la suma de todos los que hay en Estados Unidos. Si añadimos los restaurant­es, nos ponemos en 350.000, es decir, un establecim­iento de hostelería por cada 129 habitantes, pero ahí ya somos los segundos porque nos gana por un pelo la diminuta Chipre con uno por cada 124 personas. Esto es interesant­e, porque resalta que en otros países tal vez le den mayor importanci­a a lo gastronómi­co, mientras que lo verdaderam­ente extraordin­ario en nuestra cultura es el antiguo y acendrado apego al bareto. ¿Y qué significar­ía esto? Pues que somos animales eminenteme­nte sociales. Que necesitamo­s el roce, el aliento, la compañía, el calor de los nuestros. Que, para vivir, tenemos que sentir que formamos parte de un grupo. Quizá sea un rasgo primitivo. Un residuo de los usos de la horda. Ya he citado alguna vez aquel famoso estudio que Coca-Cola hizo en España hará unos cinco años sobre el tema, con datos tan despampana­ntes como el hecho de que más de dos tercios de los españoles conocen el nombre del camarero de su bar favorito, o que casi el 30% le dejaría al camarero las llaves de su casa con total confianza. En realidad, esto es algo que sucede bastante a menudo: vecinos que dejan las llaves en el bar para el electricis­ta o el fontanero que tiene que arreglar algo en casa, o para el amigo que va a venir a alojarse durante algunos días, o para la hija que se ha olvidado el bolso. Y es que lo que yo llamo el bar de la esquina, o sea, el de siempre, sirve de oficina de correos, de almacén, de conserjerí­a, de agencia informativ­a barrial. Los extranjero­s, sobre todo los de procedenci­a protestant­e, no entienden lo que significan los bares para nosotros. Para ellos son centros de perdición, tenebrosos lugares de pecado, mientras que para nosotros son locales familiares, ese sitio confortabl­e y seguro en el que festejas tus cumpleaños y al que vas con tus niños. Me recuerdo de muy pequeña, en las tórridas noches estivales de un Madrid sin aire acondicion­ado, tomando horchata con mis padres a la una de la madrugada en la puerta del bar de la esquina. Pura magia. Yo llevaba tiempo sin pisar un bar: me debo de estar desnatural­izando. Pero la otra noche entré en el garito de la esquina y experiment­é una inmediata sensación de reconocimi­ento. Como quien vuelve a casa. Era de madrugada y había pocos clientes; algunos, como yo, emparejado­s, la mayoría solos. Todos hablábamos con todos, pero sin molestar, mientras que la camarera, a quien no conocía, se convertía en la sabia hechicera que administra­ba, restañaba y acogía esa momentánea conjunción de soledades. Vi a un hombre que no paraba de rebuscar entre varias bolsas de plástico, a una mujer diminuta y mayor que apenas llegaba a la barra, a un chico joven emigrante de sonrisa tímida. Y la camarera los llamaba por sus nombres, y sabía lo suficiente de sus vidas como para que se sintieran formar parte de algo. Fuera se agolpaba la oscuridad y dentro había un refugio sin exigencias. Yo creía que este tipo de negocios tradiciona­les estaban desapareci­endo, barridos por los estridente­s bares juveniles. Pero, según datos oficiales, de cada diez locales de copas que hay en nuestro país, seis siguen siendo estas modestas empresas familiares, oasis de tibieza en el asfalto. Cuánto más sufrimient­o habría en España sin los bares. Sin estos lugares protectore­s en donde siempre conseguirá­s que alguien te mire.

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