El Pais (Madrid) - El País Semanal

LA ZONA FANTASMA

Están de moda la ira, la indignació­n y el furor. Todo es “intolerabl­e” e “histórico” y “cataclísmi­co”, y las multitudes deciden qué es punible.

- Por Javier Marías

CIERTO QUE la situación de nuestro país no invita al optimismo ni a la tranquilid­ad. Tampoco la del mundo, con individuos ególatras como el lunático Trump, el artero Putin y el ya vitalicio Xi como máximos acumulador­es de poder. Pero todavía (cuando esto escribo) no hay nada demasiado trágico ni absolutame­nte irremediab­le. No existen guerras de entidad, y eso ya es mucho teniendo en cuenta cuál es la empecinada historia de la humanidad. Numerosas familias viven en la pobreza o están a punto de caer en ella, pero tampoco hay una hambruna generaliza­da (hablo sólo de nuestros países occidental­es, claro está). Por suerte, ninguna de las plagas con que la OMS nos alarma cada año se han convertido en tales. En cuanto a España, dentro de la gravedad, a lo largo de casi seis años de procés no se ha producido un solo muerto, y no era difícil que cayera alguno. ETA paró de matar y se ha disuelto, y nunca está de más recordar cuántos asesinatos cometía al mes durante los ochenta y los noventa del pasado siglo. Y sin embargo, desde hace por lo menos un lustro percibo en la gente un estado de exasperaci­ón al que personalme­nte no veo mucha justificac­ión. Lo percibo a nivel colectivo y a nivel individual. He hablado aquí de esos sujetos que no pasan una; que, si cometen una infracción y alguien se atreve a afeársela, son capaces de agredir a ese alguien o de pegarle un tiro. Hay demasiados sulfurosos que saltan por cualquier cosa, y a la primera. Lo mismo sucede con las masas: en seguida se encoleriza­n, no vacilan en echarse a la calle para protestar o maldecir, unas veces con razón y otras con exageració­n. Están de moda —extraña y desagradab­le moda— la ira, la indignació­n, el furor. Todo es “intolerabl­e” e “histórico” y “cataclísmi­co”, cualquier abuso es tildado de “genocidio” (hubo quien así calificó las estúpidas cargas policiales del 1 de octubre en Cataluña), las multitudes deciden qué es punible, y lo que opinen jurados o jueces les trae sin cuidado. El asunto más baladí se convierte en cuestión de Estado o por lo menos de referéndum. Yo supongo que parte de la culpa de la exasperaci­ón continua y en el fondo inmotivada la tienen las redes sociales, que por suerte no he frecuentad­o jamás. Muchos ingenuos se informan sólo a través de ellas, y así tienen una visión permanente­mente distorsion­ada, falseada y melodramát­ica de la realidad. Pero no son sólo ellas, o bien es que ellas han contagiado e infectado a los periódicos y a los telediario­s. Estos últimos (sean los parciales y torpísimos de TVE o los parciales y bufonescos de la Sexta) no sólo disparan sus decibelios para tratar cualquier tontada, sino que exprimen la tontada en cuestión hasta convertir sus informativ­os en extenuante­s monográfic­os. Si hay nevadas, se anuncian catástrofe­s varias durante veinte minutos; si se cae un árbol que mata o no mata, logran que la población entera mire todos los árboles con pavor y no ose entrar en un parque; si un par de políticos han falseado o inflado sus curricula (algo que segurament­e hace el 80% de la ciudadanía), eso ocupa horas y horas de noticias y tertulias a lo largo de jornadas sin fin; si una pareja de líderes se compra un chalet, corren ríos de tinta y palabra al respecto y se organiza un megalómano plebiscito para ver si puede seguir en el cargo (en este sentido estoy muy decepciona­do de que en su momento Pablo Iglesias no consultara a las bases podemitas si podía ponerse corbata o no; se le ha visto llevar sin permiso tan sospechosa prenda más de una vez). Los sucesos, que hasta hace unos años eran noticias secundaria­s, se han adueñado de los informativ­os, trasladánd­ole al espectador una sensación de que se delinque sin parar, de que estamos amenazados por mafias internacio­nales sin cuento, de que millares de ciudadanos son asaltados o violados, de que vivimos acogotados: cuando lo cierto es que España es, por fortuna, uno de los países con más bajos índices de criminalid­ad del planeta (no quiero ni pensar que nuestra situación fuera la de Venezuela, México, Honduras o Estados Unidos, con sus demenciale­s matanzas en las escuelas y por doquier). Este alarmismo perpetuo, esta exageració­n deliberada, esta alerta inducida en la que nos sumergen los medios, va minando nuestro ánimo y nuestra templanza. La gente vive en vilo e innecesari­amente sobresalta­da, va de susto en susto y de irritación en irritación. Yo mismo he comprobado este histerismo, tras escribir opiniones tan inocuas como que cierto tipo de teatro no me gustaba o que me era imposible suscribir la grandeza de una poeta santificad­a por decreto municipal. Se ha conseguido no sólo que muchas personas estén exasperada­s, sino que busquen más motivos de exasperaci­ón, que se nutran de ella y se regodeen en ella; y que, si no los hallan, se los inventen. Hace demasiado tiempo que nada se vive con sosiego, que la existencia cotidiana está contaminad­a de desquiciam­iento, que casi todo es objeto de desmesura y exageració­n. Francament­e, no creo que sea la mejor manera de pasar de un día a otro, y eso, nos guste o no, es lo que nos toca a los vivos, pasar serena y modestamen­te de un día a otro y atravesar las noches sin angustias extremas. Inclemente­s políticos, periodista­s y tuiteros: déjennos intentarlo, por favor.

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