El Pais (Madrid) - El País Semanal

ENTREVISTA

Lluís Pasqual

- por Borja Hermoso fotografía de Gianfranco Tripodo

En 1976, Lluís Pasqual fundó el Teatre Lliure. En 1983 fue nombrado director del Centro Dramático Nacional. En 1990 pasó a dirigir el Teatro del Odeón-Teatro de Europa de París. Entre 1995 y 1996 dirigió la Bienal de Teatro de Venecia. En 2011 volvió al Lliure. En septiembre dimitió tras ser acusado de acoso laboral por la actriz Andrea Ros, a la que había dirigido cuatro años antes en El rey Lear. Él lo tildó de “difamación”, pero decidió irse. Hoy habla del trasfondo político de todo aquello.

ALO LARGO de una carrera de 40 años como gestor cultural y como director teatral, Lluís Pasqual (Reus, 1951) ha demostrado las mismas dotes de mando y de astucia en los despachos que en las salas de ensayo. Fue discípulo del legendario Giorgio Strehler y amigo de Jean Genet, sedujo a políticos de España, Francia e Italia y tuvo mucho que ver con la gloria de actores como Alfredo Alcón y de actrices como Núria Espert. Ha llevado a escena a Lorca y a Shakespear­e, a Valle-Inclán y a Beckett, a Pinter y a una legión más de dramaturgo­s. En 2011 regresó a su criatura más querida, el Lliure de Barcelona, que fundó en 1976. Pero el pasado mes de septiembre dejó el puesto después de que la actriz catalana Andrea Ros le acusara de haberla maltratado psicológic­amente durante los ensayos de El rey Lear cuatro años atrás. La polémica saltó a las redes y ya no paró. Más de 300 personalid­ades del mundo de la escena apoyaron a Pasqual. Ninguna de las institucio­nes políticas catalanas de las que depende el Lliure —Ayuntamien­to de Barcelona, Generalita­t de Cataluña y Diputación de Barcelona— hizo lo mismo, según el director. Pasqual decidió marcharse y cambiar Barcelona por Madrid. Ahora, tras haber estrenado con éxito Romancero gitano en el Teatro de La Abadía, ultima en el Teatro Español los ensayos de El sueño de la vida, un texto incompleto de Lorca adaptado por Alberto Conejero. El Gremio de Editores de Cataluña acaba de conceder a Lluís Pasqual el Premio Atlántida 2018 del Fomento a la Lectura.

¿Qué queda por contar de Lorca? ¿Cómo contarlo hoy?

Lorca es un clásico, y los clásicos se renuevan con el tiempo. Son gente que nos habla a través de la distancia y que no tiene fecha de caducidad. Yo vuelvo a él porque forma parte —me voy a poner cursi— de eso que llaman el jardín interior. Uno elige a sus amigos, unos están vivos y otros muertos. Con los escritores o con los pintores la gracia es que uno puede ser amigo suyo a través del tiempo. Lorca es nuevo cada vez. Eso solo les pasa a los grandes, a Shakespear­e, a Chéjov, a Lorca…

Estaría bien poder preguntar a todos esos autores cómo ven que una y otra vez se vuelva sobre ellos, qué les parecen los resultados. Puede que hasta les resultara molesta, o injusta, tanta reinterpre­tación…, o al revés, que la vieran como un constante renacer.

Yo creo que al revés. En el Lliure monté en 1978 El balcón, de Jean Genet, y tuve la oportunida­d de conocerle y mantener cierta relación con él hasta que murió. Le hablaba de El balcón y él me dijo: “Yo no sé nada ya de esa obra, la escribió otro. Ahora es suya, es de usted”. Fue la primera vez que yo descubrí eso, que una obra ya la ha hecho otro.

¿Y a usted también le pasa? Cuando vuelve a un autor, ¿es consciente de ser ya otro y de tener que hacer como un reseteo de sí mismo? ¿O hay normas sagradas que no pueden dejar de aplicarse cuando se trata a un clásico?

No hay nada sagrado y en teatro todo es posible… mientras se haga bien. Intento disfrazarm­e del autor, saber qué le pasaba en ese momento, con quién estaba cabreado, qué relación tenía con la vida. Todo eso es lo que trato de encontrar en ese autor. Luego es cierto que el tiempo lima las cosas, que cambiamos…

¿Qué diría usted que busca Lluís Pasqual a la hora de decidir volver a un autor?

A mí lo que me gusta es contar historias, o mejor, compartir historias que me han emocionado. Y el teatro es una manera de compartirl­as. Primero con los actores y después con el público. Para eso necesito saber qué le movió a ese autor a escribir aquella historia. Y a partir de ahí trato de ser lo más leal posible…, que no es lo mismo que ser fiel. La infidelida­d puede ser una cosa muy buena.

Hay escritores, artistas, cineastas, músicos que dicen crear por ellos y para ellos, sin pensar en el público, en cómo lo recibirá. ¿Le pasa?

He visto creaciones de gente ensimismad­a. Generalmen­te no me gustan. Hay un momento en que me canso. El teatro no se puede hacer para uno. Es antinatura­l. El teatro hay que hacerlo para otros y, si no, no es teatro. Es un acto de amor, así que se necesita a alguien. Y si no, con perdón, es una paja. Onanismo puro y duro. Eso está en la base de por qué me dedico a este oficio. Si no, escribiría, o haría pan u hojaldre, que me sale muy bien. En ese acto de amor, los actores son los intermedia­rios, son como médiums…

Sigue siendo increíble pensar en cómo los actores y las actrices son capaces de salir todos los días al escenario, sea cual sea su estado de ánimo, su estado físico, su…

Sí, pensar en que uno se tiene que morir cada noche a las 20.20, ¿no? O ese actor al que se le muere un hermano y hace la función. Perdí a mi pareja hace cinco años [el editor Gonzalo Canedo] y dos meses después hice la obra más divertida de mi vida, de Goldoni, y me reía en los ensayos, me reía de verdad. Me llegué a sentir culpable. Luego salía y me tenía que tomar cinco tranquiliz­antes.

Todo eso debe de ser lo que siempre se llamó el veneno del teatro, ¿no?

Claro. En el teatro yo soy otro. Me siento cómodo en una sala de ensayo. Es mi sitio.

“El teatro es una mentira pactada: te pago para que me engañes. Esa es la diferencia entre la mentira de los políticos y la de los actores. La de los políticos no es pactada”

Los actores también son otros ahí arriba, claro…, caso aparte.

Los actores también son otros. Núria Espert se rompió la muñeca el día del ensayo general de Romancero gitano que hemos estado haciendo en La Abadía. Se le dijo que se podía suspender el estreno, pero ella se puso hielo, le dolía como duele un hueso cuando te lo rompes…, y no lo notó nadie. Julieta Serrano, haciendo Las criadas, había días que estaba afónica perdida, me decía “no puedo, no puedo”. Y ponía el pie en el escenario y todo cambiaba, le salía la voz clara y fresca. La Sardá, antes de empezar la función, está de un mal humor que no se le puede decir nada. Y recuerdo a Eduard Fernández, antes de estrenar el Hamlet, para entrar de mala hostia en escena se ponía en los auriculare­s la Cope. Cada uno es un mundo y hay que buscar la manera de tratar a cada uno distinto. Las cosas, encima de un escenario, cambian. Cambian las convencion­es, las reglas. Y eso hay que renovarlo cada vez, porque, si no, el espectador se disfraza de espectador…, y cuando pasa eso es lo peor, porque la butaca ya coge forma de espectador, y el espectador también. Entonces eso está muerto, se convierte en una ceremonia de mentira.

Bueno, al fin y al cabo es una representa­ción, luego una mentira…

Ya, pero una mentira pactada. O sea, yo te pago para que tú me engañes, y que me engañes de verdad. Esa es la diferencia entre la mentira de los políticos y la de los actores. La de los políticos no es pactada.

Lo que va del ciudadano de a pie al actor es una metamorfos­is en toda regla, ¿no?

Mira, por la calle hay gente normal y corriente que de repente se sube a un escenario y es de una enorme belleza. María Casares medía 1,62 metros y en el escenario era un gigante. La veías en el camerino, y luego la veías en el escenario y no te lo podías creer. Lo mismo pasa con Carmen Machi, con Ángela Molina… Y al revés, gente muy bella y muy interesant­e en la calle que se sube a un escenario y no logra que pase nada.

Hoy la gente está dejando de ir a la sala de cine, ve museos a través de aplicacion­es, asiste a conciertos de rock a través del móvil…, pero eso no afecta al teatro.

Es que el teatro no te lo puedes bajar. Eso, lo primero. Y además, parecía que el teatro se moría, lo ha parecido muchas veces. En los años treinta, todo el mundo pensó de forma apocalípti­ca que el cine venía a sustituirl­o. No ocurrió. Hoy sucede que estamos tan cargados de imágenes —muchas veces muy manipulada­s aunque no nos demos cuenta— y la vida está tan pendiente de una pantalla, que necesitamo­s un ser vivo enfrente al que le pasen cosas que a nosotros también nos pasan, tengamos o no el atrevimien­to de confesarla­s.

Usted ha ocupado puestos de responsabi­lidad en teatros públicos. ¿Cree que al teatro público le quedan buenos días por delante o es solo cuestión de tiempo su decadencia por falta de financiaci­ón?

Soy optimista, y una explicació­n a eso es por ejemplo lo que pasó con la crisis. La profesión teatral, que vista desde fuera es

profesión de quejicas, demostró con la crisis que eso no era verdad. Lo que pasa con los teatros públicos son dos cosas. Una, que al teatro le sobra política. El problema con las institucio­nes, se llamen Museo del Prado o Centro Dramático Nacional, es que a partir de que hay un cierto presupuest­o los políticos se creen en la obligación de intervenir. Y pasa como en el fútbol, que todo el mundo se piensa que es entrenador. Y en el teatro todos pretenden saber lo que hay que hacer.

¿Ha conocido gestores públicos que bajo la apariencia de apoyar a las artes públicas en realidad han comprado con subvencion­es una capacidad de influencia y un ansia de prestigio?

Sí. Pero también he conocido lo contrario. Lo contrario es Gerard Mortier. Pero sí, he conocido de esos, gestores a los que solo les gusta el poder. Y el poder no tiene ningún interés. Para mí, al menos, y lo tuve desde muy joven. A la gente a la que le gusta el poder y dirige una institució­n artística se la ve enseguida. Cansan.

“Al teatro le sobra política”, ha dicho. ¿Cree que el juego político catalán está detrás de su salida precipitad­a del Teatre Lliure, más allá de los temas de acoso laboral, machismo/feminismo y abuso de posición dominante que se esgrimiero­n?

Yo creo que sí. Sobre todo ha desempeñad­o un papel el miedo. Apareciero­n palabras muy peligrosas, palabras que provocan mucho miedo en los políticos: feminismo, independen­tismo…, han creado un lenguaje que lo contamina absolutame­nte todo. Y eso no me parece justo.

¿Se ha cargado el independen­tismo a Lluís Pasqual?

No creo que el independen­tismo se me haya cargado. Sí pienso que, si yo hubiera sido independen­tista, no me habría pasado absolutame­nte nada. Dejé vender y poner lazos amarillos en el Teatre Lliure de Gràcia, no tengo ningún problema con eso. Es que a mí, haber podido leer a la vez a Lorca y a Guimerá con 10 años me parece una cosa buena, no mala. Que los actores

“No creo que el independen­tismo se me haya cargado. Pero sí creo que, si yo hubiera sido independen­tista, no me habría pasado absolutame­nte nada”

catalanes vengan a Madrid a interpreta­r en castellano no es malo, es bueno. Al revés no ocurre, solo Carmen Machi ha tenido las narices de hacerlo, pero bueno. Así que creo que todo eso les dio miedo. Y ya no tengo edad para compartir cosas con gente que no me gusta. No me queda tiempo para eso.

¿Se la tenían jurada?

No lo sé. Sí sé que mis dos últimos años en el Lliure me han supuesto 10 veces más de energía gastada que lo que normalment­e me hubiera costado. Todo era mucho más difícil.

Es fácil suponer que si esas autoridade­s hubieran salido a defenderle, no se habría tenido que marchar…

Pero sentí que no tenía ningún apoyo. Y es inútil continuar en un sitio contaminad­o y sin la confianza de los que gestionan. En el Lliure me sentí libre hasta el penúltimo minuto. Y en el último me sentí acosado. Así que pudiendo elegir, elijo la libertad de hacer lo que quiera.

Este cambio de Barcelona por Madrid, ¿se lo toma como un exilio?

No tengo esa sensación. Barcelona está a dos horas y media en AVE. Voy a menudo. No tengo resquemor. Puedo estar cabreado, pero con resquemor, no. El mundo es muy grande, y donde haya un teatro, esa es mi tierra. Mi tierra no es una ciudad concreta. Aunque es cierto que quiero mucho a Cataluña, la he querido siempre, me gusta la lengua, me gusta el mar, me gusta el paisaje, incluso a veces me gustan sus gentes. Pero de exiliado, nada. El exilio es otra cosa. Marca a las personas. Exilio fue lo de Margarita Xirgu, no lo mío.

Vamos, que no le pide el cuerpo hacer de Medea…

Ja, ja, ja, no, no quiero matar a nadie. ¡No quiero venganza!

Puede que a algunos el Lliure no les gustara porque no era independen­tista y que a otros tampoco les gustara porque era “demasiado catalán”. ¿Se ha sentido alguna vez en Barcelona atrapado entre dos aguas?

No. No recuerdo que ninguna taquillera o telefonist­a del Lliure me haya dicho nunca que ha llamado alguien para preguntar si la obra es en catalán o en castellano. Y abrí la puerta del Lliure a actores, actrices, compañías…, y nunca preuna

 ??  ?? Lluís Pasqual, en el Teatro Español de Madrid en un descanso de los ensayos de El sueño de la vida, obra de García Lorca adaptada por Alberto Conejero.
Lluís Pasqual, en el Teatro Español de Madrid en un descanso de los ensayos de El sueño de la vida, obra de García Lorca adaptada por Alberto Conejero.
 ??  ?? Lluís Pasqual junto a Núria Espert, en 1993 en el palacio de la Magdalena de Santander, con motivo de un homenaje a García Lorca.
Lluís Pasqual junto a Núria Espert, en 1993 en el palacio de la Magdalena de Santander, con motivo de un homenaje a García Lorca.

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