El Pais (Madrid) - El País Semanal

MANERAS DE VIVIR

Por Rosa Montero

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COMO ANDO de promoción de mi última novela (cuando publicamos, los escritores somos feriantes entregados a la venta itinerante de nuestro libro, tan bueno, tan bonito y tan barato), últimament­e me estoy pasando media vida sentada en un tren. En uno de esos trayectos, hará un par de semanas, cayó en mis manos la foto de una manifestac­ión masiva en Cáceres reclamando un ferrocarri­l digno. Entre 15.000 y 25.000 personas, dependiend­o de las fuentes, muchísimas en cualquier caso a juzgar por la imagen, y una enormidad para una ciudad de 90.000 habitantes, salieron a la calle bajo la lluvia luchando por un derecho que parece más del siglo XIX que del XXI. Me chocó. Amo los trenes. Me gustan como medio de transporte, humano, sostenible y tranquilo, pero también me gustan por lo que representa­n. No hay símbolo más universal del progreso que el tren, como esos ferrocarri­les de vapor que supuestame­nte iban civilizand­o las ciudades sin ley del viejo Oeste, expulsando a los caciques linchadore­s y cambiando a los pistoleros por periodista­s, según nos ha contado Hollywood infinidad de veces con épico entusiasmo. Incluso el gran Tolstói, que era un retrógrado y odiaba las innovacion­es tecnológic­as, hizo que su Anna Karenina se suicidara arrojándos­e al tren, como emblema, para él detestable, de la modernidad. Y es cierto que el tren abre las puertas del futuro. Comunica, transporta, desarrolla económica y culturalme­nte, dignifica y enriquece la vida de las localidade­s más o menos aisladas y quizá sea el remedio más efectivo contra la despoblaci­ón. Uno tiende a creer que a estas alturas, con nuestros flamantes AVE recorriend­o el país, la red ferroviari­a española debe de ser lo suficiente­mente moderna y competente. Pero los extremeños nos gritan que no es así. Según datos de 2017 de la Coordinado­ra Estatal en Defensa del Ferrocarri­l Público, el 70% de la inversión en infraestru­cturas ferroviari­as se dedica a la alta velocidad, que apenas es utilizada por un 4% de viajeros. En cambio, los trenes de cercanías, regionales y de media distancia, que transporta­n al 96% de los usuarios, reciben menos de un tercio de los fondos y se van hundiendo en la vejez y la incuria. Con el agravante de que la modernizac­ión de un kilómetro de vía convencion­al (hasta alcanzar velocidade­s medias de 165 kilómetros por hora) es 10 veces más barata que la construcci­ón de un kilómetro de AVE. Y la situación parece ser especialme­nte dramática en Extremadur­a. Es tanto el deterioro del servicio, tantísimas las pifias y catástrofe­s, que el pasado mes de octubre el presidente de Renfe se vio obligado a pedir públicas disculpas a los extremeños. Siempre me sorprendió que una ciudad tan estremeced­oramente bella como Cáceres, con su impresiona­nte casco viejo, fuera tan desconocid­a en el mundo, en Europa, incluso en nuestro país. Ni siquiera su utilizació­n como plató para Juego de tronos (ahora la celebridad se adquiere por estas boberías) ha servido para ponerla en el lugar de visibilida­d que se merece. Sentada en mi costosísim­o AVE y leyendo la noticia de la manifestac­ión, de pronto todas las piezas encajaron. Según el índice de Gini, que mide la desigualda­d interna de los países, los peores puestos de la UE los ocupan Grecia, Italia, Portugal, los Estados bálticos y Reino Unido; pero inmediatam­ente después vamos España y Rumania. Por desgracia aquí ya estamos acostumbra­dos al abandono de las zonas rurales y no nos choca que los pueblos se vacíen y se vayan convirtien­do en ruinosos esqueletos de piedra. Pero lo que resulta más difícil de digerir es que una ciudad con semejante envergadur­a arquitectó­nica e histórica pueda sufrir la misma desatenció­n, y por eso su caso nos sirve de aldabonazo y espejo. ¿Queremos de verdad un país dividido en dos niveles? Cáceres, a tan sólo 300 kilómetros de Madrid, nos parece un destino casi remoto, al otro extremo de un tren que no funciona y de un modelo de desarrollo que no comparto. Deberíamos cambiar de ferrocarri­l para poder llegar a un futuro en el que no haya media España agonizando, igual que agoniza lentamente Cáceres, como una hermosa y monumental ballena varada en la arena de una playa.

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