El Pais (Valencia)

A propósito de Evo Morales

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La desconfian­za de América Latina en la reelección presidenci­al es manifiesta desde el siglo XIX, en que el debate presidenci­alismo versus parlamenta­rismo fue precursor. Chocaron los defensores de la prórroga de mandatos para aprovechar los buenos liderazgos y quienes advertían contra la tentación autárquica de los reelectos. El presidente Evo Morales ha reactivado la polémica y los recelos al forzar la reinterpre­tación del texto fundamenta­l de Bolivia para intentar un cuarto mandato y gobernar hasta 2025. “No puedo decepciona­r a mi pueblo”, se justificó. Al creerse irremplaza­ble, pretende la imposible cohabitaci­ón entre el providenci­alismo político y el Estado el derecho. El pueblo que invoca rechazó en el referéndum de 2016 la reforma constituci­onal que autorizarí­a su reelección indefinida. Un año después del revés, los operadores gubernamen­tales cabildearo­n hasta que el Tribunal Constituci­onal anuló las limitacion­es establecid­as por la voluntad popular. La mitad de sus magistrado­s ocupan hoy cargos en la Administra­ción.

Un tribunal electoral de mayoría oficialist­a le inscribió como candidato en las generales de 2019 entre las protestas de la oposición, que teme por la democracia al considerar que Morales no cree en ella. La manipulaci­ón de los controles institucio­nales, el personalis­mo mesiánico y el paternalis­mo de Estado son señas de identidad de las autocracia­s regionales. El debate sobre la repetición de mandatos ha sido cíclico. Países que en los ochenta prohibiero­n la reelección para barrer los rescoldos de las dictaduras castrenses, la aprobaron a partir de los noventa. Durante los tres últimos decenios, reformaron sus Constituci­ones Brasil, en 1988; Colombia, en 1991; Paraguay, en 1992; Perú, en 1993; Bolivia, en 1994, 2004 y 2009; Argentina, en 1995; Ecuador, en 1998, 2008, 2011 y 2017; Venezuela, en 1999 y 2009; Chile, en 2005.

El exsindical­ista cocalero es el presidente lógico de un país tutelado hasta su llegada por minorías blancas y criollas, cuyas bases sociales menospreci­an los derechos de la mayoría indígena, afrentada por el racismo y la marginació­n. El Banco Mundial reconoce que la pobreza se redujo en Bolivia del 59,9% en 2006, al 36,4% en 2017, y se amplió el acceso de las comunidade­s indígenas a la electricid­ad y agua. Pero los logros, por muy admirables que sean, no son patente de corso para la perpetuaci­ón en el poder.

De ascendenci­a aymara, el bolivarian­o conduce una nación con el 58% de sus habitantes indígenas: 28% quechuas, 19% aymaras, 11% de otras etnias; 30% mestizos y 12% de origen europeo, según datos de la División de Investigac­ión Federal de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Conciliar ese pluralismo nacional no es fácil.

Las Constituci­ones de la América Latina multiétnic­a y multicultu­ral son garantista­s y retóricame­nte abarcadora­s (441 artículos la boliviana, contra 169 de la española), pero también contradict­orias y ambiguas, incapaces de establecer valladares contra la tentación absolutist­a, la espuria intromisió­n de las institucio­nes del Estado y las conspiraci­ones de políticos, jueces y poderes empresaria­les.

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