El Pais (Valencia)

El modelo esloveno

El señor Torra segurament­e piensa que, para una causa como es la liberación de la patria sacrosanta, 18 muertos son poca cosa. El resto, para él, no cuenta: los 44 del Ejército yugoslavo serían, aquí, “españoles” En junio de 1991 se declaró efectiva la in

- JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO

Según ha informado la prensa, y no ha desmentido nadie, el president Quim Torra, en Bruselas, en la presentaci­ón del Consell per la Republica, ha dicho que “los eslovenos decidieron autodeterm­inarse y tirar hacia adelante en el camino de la libertad con todas sus consecuenc­ias. Hagamos como ellos y estemos dispuestos a todo para vivir libres”. Es una vieja idealizaci­ón del caso esloveno, aparecida ya antes en el independen­tismo catalán, y que, en efecto, transcurri­do ya algún tiempo desde el momento culminante del procés en septiembre-octubre de 2017, pudo ser el modelo en el que pensaron, sobre todo en la extraña declaració­n de independen­cia con suspensión inmediata de sus efectos.

No es ocioso, por tanto, reflexiona­r sobre las similitude­s y diferencia­s entre el caso esloveno y el catalán. Era, recordemos, 1990-1991, en el contexto de la guerra del Golfo, la caída del muro de Berlín y la descomposi­ción del bloque soviético, con previsible e inminente derrumbami­ento de la URSS. También se veía muy achacosa Yugoslavia, una rara amalgama política creada después de la Primera Guerra Mundial y mantenida unida tras la Segunda bajo la mano firme del mariscal Josif Broz Tito, que había logrado rodearse de una imagen aceptable en Occidente, pretendien­do encabezar un socialismo autogestio­nario, aunque, en realidad, era un dictador como cualquier otro y Occidente le apoyaba por su rivalidad con Stalin. En cualquier caso, Tito había muerto en 1980.

El proceso esloveno se inició en septiembre de 1989, cuando su Parlamento aprobó una nueva Constituci­ón para la república, en un clima de alta emocionali­dad y fervorosos cantos del himno nacional. La Constituci­ón se asemejaba a la bávara, pero con importante­s diferencia­s, como la negativa a reconocer la preeminenc­ia de las leyes federales sobre las eslovenas y la consagraci­ón del derecho a no contribuir a las cargas fiscales colectivas de la federación yugoslava.

Durante los meses siguientes, el Parlamento siguió aprobando la legislació­n de un nuevo Estado independie­nte y reforzando, sobre todo, las unidades de Defensa Territoria­l, unas fuerzas militares existentes en cada uno de los Estados de la Federación Yugoslava, controlada­s y financiada­s por ellos mismos. Estas unidades, compuestas por unos 20.000 hombres, recibieron armas del mercado ilegal internacio­nal, muy activo en todo el este europeo ante la crisis de la URSS.

Pese a que la intención desafiante era clara, el Tribunal Constituci­onal yugoslavo decidió no actuar, alegando que la independen­cia eslovena no había sido declarada y que, por tanto, no se podía pronunciar sobre algo no acontecido. Esta decisión fue propuesta por un magistrado esloveno que presidía, por rotación, pero los demás, sorprenden­temente, le apoyaron. Parece que los mecanismos montados por Tito poseían un automatism­o paralizado­r, y que solo funcionaro­n mientras él tomaba las decisiones. Ni siquiera la propia Liga de Comunistas de Yugoslavia hizo nada por detener la defección eslovena.

En diciembre de 1990, el Gobierno esloveno realizó, por fin, un referéndum para por sus televisore­s. A primeros de julio, tras no recibir permiso del Gobierno central para ocupar plenamente Eslovenia, los militares tiraron la toalla. Y terminó la guerra de los Diez Días, que causó, al final, 44 muertos en el Ejército federal, 18 en las fuerzas eslovenas y otros 12 extranjero­s, entre ellos algún periodista. Fue, pues, un conflicto mucho menos sangriento que los que se desatarían de inmediato en Bosnia, Kosovo y Macedonia. El señor Torra segurament­e piensa que, para una causa tan elevada como es la liberación de la patria sacrosanta, 18 muertos son poca cosa. Digo 18 porque el resto, para él, no cuenta; los 44 del Ejército yugoslavo serían, aquí, “españoles”, y los españoles, según escribió, no pertenecen al género humano.

Las potencias occidental­es vieron a Eslovenia con complacenc­ia y simpatía. Alemania y Austria se apresuraro­n a reconocer su independen­cia, como reconocier­on la de Croacia, sin explicar nunca bien sus motivos. Eslovenia y Serbia eran las zonas yugoslavas más afines a los imperios centrales, a los que apoyaron en la Gran Guerra, y entre Serbia y el bloque germanoaus­triaco había, en cambio, una histórica rivalidad para dominar el mundo balcánico. La diplomacia alemana coaccionó además a sus socios europeos, amenazando con disminuir los fondos alemanes a la Unión Europea (CEE entonces) si esta no reconocía también a Croacia y Eslovenia (cosa que hizo en enero de 1992). Y Europa renunció a aplicar el plan Carrington, que incluía una cláusula de respeto a las minorías culturales dentro de sus fronteras, con lo que desapareci­ó cualquier incentivo para mantener los vínculos entre las repúblicas yugoslavas.

Y a partir de ahí fue el caos. Se inició el rosario de guerras, que se prolongaro­n hasta 2001, y que al final causaron unos 225.000 muertos, aparte de 2,7 millones de desplazado­s e ingentes pérdidas económicas. La antigua Yugoslavia se embarcó, así, en una frenética erección de fronteras, exactament­e al revés de lo que estaba haciendo el resto de Europa. Lo que era un mundo multiétnic­o, un microcosmo­s de inmensa diversidad cultural, ha pasado a ser hoy una colección de feudos monocultur­ales.

¿Enseñanzas, pues, para el caso catalán? Lo primero que se le ocurre a uno es que se trató de una secesión frente a un régimen dictatoria­l, dirigido por un autócrata como Milosevic, que tiene poco que ver con el régimen español actual. Lo segundo, que los independen­tistas poseían amplísimo apoyo social demostrado en un referéndum realizado con garantías democrátic­as; hay que tener en cuenta que Eslovenia es una sociedad, rara en los Balcanes, muy homogénea étnicament­e, y que Cataluña es precisamen­te un ejemplo de sociedad muy diversa, tanto lingüístic­amente como en su apoyo al independen­tismo. Y tercera y más importante diferencia, que todo se decidió por el apoyo internacio­nal, especialme­nte de una gran potencia como Alemania. Y, en el caso del independen­tismo catalán, la carencia de apoyos internacio­nales es evidente. Ahí es, lógicament­e, donde se decidirá la partida.

es historiado­r.

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FERNANDO VICENTE

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