Setenta años de esperanza
La mejor forma de celebrar el aniversario de la Declaración de Derechos Humanos es el compromiso con la Agenda 2030
La Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) cumple 70 años. Cabe preguntar si hay motivo suficiente para celebrarla, cuando somos conscientes de que las violaciones de los derechos que proclamó han sido cotidianas y masivas desde el día de su aprobación y que para muchos millones de seres humanos ese documento es poco más que retórica ajena a su vida real.
Debemos evitar sobre todo dos posiciones extremas, que hemos visto también con ocasión del 40º aniversario de la Constitución Española de 1978. De un lado, los exegetas que nos proponen una ceremonia cuasi religiosa, en torno a un dogma (la universalidad de los derechos humanos) recogido en un catecismo (DUDH), que tiene su iglesia (la ONU), sus sacerdotes (los funcionarios ONU) y misioneros (las ONG). Como tal iglesia, dan por definitivo lo proclamado en la DUDH y destacan solo los indiscutibles logros, mientras se muestran incapaces de ponerse al día, esto es, afrontar las imprescindibles medidas para afrontar grandes riesgos, buena parte de ellos inéditos o incluso impensables en 1948: el desafío ecológico, el energético, el que supone el evidente incremento de los desplazamientos forzosos de poblaciones, etcétera. De otro, la legión no ya de críticos, sino de los descreídos, adornados con el ropaje científico del realismo. Esgrimen la tópica distinción entre la perspectiva normativa (estigmatizada por idealista, ingenua) y la dura lección de la realpolitik, de unas relaciones internacionales en las que lo único que importa es la correlación de fuerzas en el tablero geoestratégico mundial, y no la defensa de estos o aquellos ideales. Paradójicamente, este tipo de élite insatisfecha, con su tan brillante como estéril pesimismo, el del mantra “no se dan las condiciones”, es muchas veces un baluarte para el inmovilismo reaccionario.
Frente a unos y otros, creo que conserva pertinencia la sabiduría del motto del gran jurista del XIX Rudolf Ihering: “Todo derecho en el mundo tuvo que ser adquirido mediante la lucha”. El Derecho, en su mejor acepción, es lucha por los derechos. Solo así puede dejar de ser lo que ha sido y es en tantas ocasiones, un instrumento de explotación, de discriminación, de dominación ilegítima, para convertirse en una herramienta digna, que ayude a la igual libertad de todos los seres humanos: ese es el sentido de la tesis de la universalidad de los derechos. Eso exige garantizar la satisfacción de las necesidades básicas, a comenzar por la defensa de la vida, de lo que nos da vida, que es el primer imperativo: nuestro planeta. Y afrontar
La Declaración es el umbral mínimo de esperanza. Se ha convertido en menos de un siglo en el rasero al que tienen que rendir homenaje, aunque sea hipócritamente, todos cuantos aspiran a la condición de autoridad. Y al hacerlo, malgré soi tantas veces, es posible criticarlos, rechazarlos e incluso juzgarlos, como sucede hoy a través de esos frutos de la DUDH que son la Convención de Roma y la jurisdicción universal. Frutos aún no maduros, quizá, pero ya florecidos. Como fruto de la DUDH es la Convención para la eliminación de las formas de discriminación de la mujer, (CEDAW), la primera pieza de la arquitectura jurídico-institucional desplegada desde la DUDH y los Pactos de 1966. Y fruto legítimo de la DUDH es el programa global