El Periódico Aragón

No me vengáis con el GRAPO

Trasobares

- El Independie­nte JOSÉ LUIS

Fue de vergüenza ajena lo que ayer se pudo escuchar y leer en algunos medios de comunicaci­ón conservado­res respecto de la detención del francotira­dor ultra. Pero cada quién es dueño de sus palabras. Y puede tomarse a risa la idea de asesinar al presidente del Gobierno (por quien disponía de los instrument­os precisos para materializ­ar su amenaza) o puede azuzar las peores pasiones políticas que nos están volviendo tarumbas.

Yo respeto no ya la libertad de expresión, sino el libertinaj­e. Más vale que sobre que no que falte. Por eso, y cambiando de acera, tampoco les taparía la boca a las dos personas vinculadas al GRAPO que van a intervenir hoy en Zaragoza en esas jornadas supuestame­nte antifascis­tas.

¿Antifascis­tas? Bueno... La OMLE (Organizaci­ón de Marxistas Leninistas Españoles) primero y el PCE (Reconstitu­ido) después, padres políticos del GRAPO, fueron organizaci­ones siempre dudosas, con las que nadie en las izquierdas quería mantener relaciones: extrañas, esotéricas, de un revolucion­arismo absurdo y un discurso grotesco. Cuando sus grupos armados actuaron durante la Transición, pocos de los que estábamos en el ajo podíamos dudar de su infiltraci­ón por los servicios secretos alineados con el bunker tardofranq­uista. Aquellos dementes actuaban provocador­amente al margen de los movimiento­s sociales. Los secuestros de Oriol y Villaescus­a a finales de 1976 integraron una concatenac­ión de actos que eran pura estrategia de la tensión. Luego, como por arte de magia, la Policía liberó a los rehenes y detuvo a medio PCE (r) y buena parte del GRAPO. Apenas un año después, un doble agente les dejó vendidos cuando intentaban celebrar un congreso en Alicante. Por entonces dejó sus filas un tal

Pìo Moa, ideólogo y activista, que, ¡oh, milagro!, apenas tuvo que pisar la cárcel y luego se ha reencarnad­o en propagandi­sta del franquismo. Al final, la organizaci­ón se convirtió en una secta criminal aferrada a una doctrina alucinator­ia. En Zaragoza dejaron un rastro sangriento. Digan pues lo que quieran. Pero de antifascis­tas, nada.

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