Osambela
En principio, poner un titular como ese el día que se cumplen dos años de la muerte de Pedro Fernández Castillejos está más cerca de la irreverencia, incluso del sacrilegio, que de la seriedad periodística. Aparentemente, no parece de recibo encabezar una crónica de recuerdo al más grande deportista que ha nacido en Aragón con algo propio de un capítulo de Aquí no hay quien viva, pero no está de más desdramatizar ya desde el inicio. Bastante drama le acompañó en vida. Además, nada como algo desbaratado para rendir homenaje a alguien desordenado, por no decir caótico, tozudo, más bien agresivo y al mismo tiempo entrañable.
Para los menos iniciados es obligado recordar que Perico alcanzó la gloria a mediados de los años 70 del siglo XX para después convertirse rápidamente en un muñeco roto que no hizo sino vivir a tumbos el resto de su vida. Si llegó a los 64 fue porque una serie de personas le ayudaron de forma desinteresada en algún punto medio entre la caridad y la amistad, especialmente comprándole los cuadros que pintaba.
Nacido en octubre del 52, se proclamó campeón del mundo de boxeo antes de cumplir los 23 y murió el 11 de noviembre del 2016 en un centro psiquiátrico, tutelado por la DGA, víctima del alzhéimer y unas cuentas enfermedades más, y devorado por su propio personaje.
Los más versados en la figura del campeón sabrán que entre sus auténticos amigos (es necesario resaltar lo de auténticos porque de los otros, los de juguete, los aprovechados, los tuvo a cientos y no cabrían en estas líneas) se encontraba Paco Millán Saz, un hostelero de toda la vida de la calle Pignatelli que cruzó su vida con la de Peta