Demoler, demoler, demoler
El sistema político-institucional español se halla inmerso en una intensa labor de derribo
Con el clásico del punk Demolición como banda sonora, el sistema político-institucional español se halla inmerso en una intensa labor de derribo que, tras dejar ya en auténtico estado de ruina al ejecutivo y al legislativo, ahora amenaza seriamente al judicial. ¡Qué espectáculo el ofrecido por el Tribunal Supremo durante las últimas semanas! No hay más que ver la inmediata reacción de quienes apuestan por un final abrupto del régimen político actual para entender la magnitud de la pifia. De hecho, los jueces se han convertido de facto en la última línea de defensa del orden constitucional del 78 por la deserción del resto de poderes, como recordara hace unos días la catedrática de Derecho Internacional Público en un artículo publicado en El Mundo.
Si la crisis de legitimidad que evidenció la proclama «no nos representan» en importantes manifestaciones que llegaron a rodear el Congreso y el deterioro de la imagen pública del hoy emérito motivaron la implosión del bipartidismo y un relevo apresurado en la jefatura del Estado, ¿qué cabe esperar de la desautorización del máximo órgano jurisdiccional español? Porque esa es la principal consecuencia de una crisis desatada en torno a un asunto rutinario durante más de 20 años --el del pago del impuesto de actos jurídicos documentados-- en la que nadie ha actuado conforme a su responsabilidad. En primer lugar, los responsables del tribunal, que pudieron y debieron prever las consecuencias del cambio de criterio introducido por la sección segunda de la Sala de lo Contencioso-Adminsitrativo en lugar de deslizarse por una pendiente de anuncios y rectificaciones impropias de su posición. En segundo lugar, las entidades bancarias, que se declararon poco menos que en rebeldía tras conocer la noticia, anunciando a sus clientes que repercutirían este coste en sus hipotecas. Y, por último, la mayoría de fuerzas políticas, que protagonizaron un despliegue bochornoso de declaraciones que solo quedó eclipsado por la comparecencia fulminante del presidente del Gobierno. Sin precedentes en los países de nuestro entorno,
se permitió el lujo de dedicarle un mentís televisado al tercer pilar de la democracia.
A nadie se le escapa ya que la primera consecuencia del desaguisado propiciado por el Supremo es su impugnación de facto en el proceso que está cursando contra los líderes independentistas acusados de rebelión. Tiempo les ha faltado a las fuerzas secesionistas para deslegitimar (aún más) un orden jurídico que llevan mucho tiempo ninguneando; aunque sin renunciar a su legítimo derecho de amparo, como demuestran el reguero de recursos presentados ante el Constitucional durante el procés o la denuncia interpuesta ante la Fiscalía contra los responsables del Supremo por este mismo tema. Pero, por si no bastara con todo lo anterior, el fallo del Tribunal de Estrasburgo contra la Justicia española por su actuación en el caso Bateragune --en el que se condenó a por pertenencia a organización terroristaha evidenciado también su debilidad en el flanco internacional. Llueve sobre mojado, tras los reveses propinados por Bélgica y Alemania en la tramitación de la euroorden contra y el resto de fugados a través de sendas resoluciones contra las que ha decidido, incomprensiblemente (¿o no?), no elevar recurso.
En un país democrático, las consecuencias de un deterioro de la auctoritas judicial van mucho más allá de las vicisitudes de un proceso concreto, por muy importante o mediático que sea, como los recientes de La manada o Inevitablemente, una pérdida total de confianza por parte de los ciudadanos en la Justicia solo puede traer males mayores a los que se denuncian hoy por sus defectos: politización, lentitud y falta de sensibilidad en temas como la violencia de género. Sin duda, harían bien sus próximos responsables --con una renovación del Consejo General del Poder Judicial en ciernes-- en tomar buena nota de este malestar creciente entre la ciudadanía. Pero sería incluso mejor que quienes los nombran, redactan las leyes con las que juzgan y utilizan sus errores en propio beneficio tuvieran muy presentes los riesgos inherentes a cualquier derribo. Porque podría cogerles dentro.
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En un país democrático, las consecuencias de un deterioro de la ‘auctoritas’ judicial van mucho más allá de las vicisitudes de un proceso concreto