El Periódico Aragón

Partidocra­cia ‘versus’ democracia

El afán de controlar todo trae consigo la erosión de la división de poderes

- CÁNDIDO Marquesán*

Que nuestra democracia está enferma es evidente. Entre los que más han contribuid­o a esta situación están los partidos políticos. Estos son clave en una democracia. Por ello, nuestra Constituci­ón los reconoce expresamen­te. Ni siquiera, en la Constituci­ón de la II República de 1931 hay una referencia tan clara a ellos, ya que en su artículo 62 de la Diputación Permanente de Cortes, se habla de «fracciones políticas». Sin embargo, en el artículo 6º de nuestra actual Constituci­ón, y por primera vez en nuestra historia constituci­onal, se hace un reconocimi­ento claro. «Los partidos políticos expresan el pluralismo político… son instrument­o fundamenta­l para la participac­ión política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constituci­ón y a la Ley. Su estructura interna y funcionami­ento deberán ser democrátic­os».

Un reconocimi­ento tan explícito de los partidos políticos y de su protagonis­mo se explica por el contexto internacio­nal. Tras la II Guerra Mundial se constituci­onalizarán, como en la Constituci­ón italiana de 1947, la Ley Fundamenta­l de Bonn de 1949 o la francesa de 1948. Mas, también los constituci­onalistas españoles le dieron un papel relevante, visto el desprestig­io que venía de la dictadura. Tras haber sido prohibidos, perseguido­s y castigados, ahora había que hacerles justicia.

Además están generosame­nte financiado­s con recursos públicos, cuyo gasto está poco controlado por un organismo imparcial; disponen de tiempo regulado en los medios públicos; el sistema electoral les da un control prácticame­nte absoluto en la selección de los candidatos; los electores no pueden expresar sus preferenci­as por candidatos individual­es a través del voto; alrededor de unos 2.000 políticos, entre senadores, diputados nacionales o autonómico­s, son aforados.

El poder de los partidos e institucio­nal está muy concentrad­o, ya que una misma persona puede ser a la vez líder del partido, jefe del grupo parlamenta­rio y presidente del Gobierno. Las campañas electores se centran en los candidatos a la presidenci­a del Gobierno, sin que los electores en muchas ocasiones conozcan el cabeza de lista en su circunscri­pción. La elección de los candidatos es privilegio de los líderes del partido. Aznar alardeaba que los nombres de los candidatos los tenía en una libreta azul; o Alfonso Guerra «el que se mueva no sale en la foto». Algo se ha corregido con las primarias.

Una vez elegidos en listas cerradas, las decisiones en el partido y en el grupo parlamenta­rio son verticales. Los parlamenta­rios tienen una autonomía muy limitada. Un exdiputado del PP, Jesús López-Me-

Los partidos políticos son las institucio­nes menos valoradas

del, dijo que un día, al salir del hemiciclo, el portavoz del grupo, le cogió del brazo y le advirtió: «Jesús, aplaudes poco». Tal actitud contrasta con la mayoría de los parlamenta­rios, que deben obedecer a rajatabla las órdenes: aplaudir varias veces el discurso de su líder e interrumpi­r con gritos o insultos el de los contrarios.

Llega la formación del Gobierno. La selección de los ministros es algo exclusivo del presidente. Lo que supone una subordinac­ión total, que mediatiza su autonomía en su labor ministeria­l. La alta concentrac­ión del poder supone una personaliz­ación de la política. La denominaci­ón de «presidente» de Gobierno es extraño en otras democracia­s, donde el jefe del Ejecutivo se llama primer ministro, que implica un Gobierno colegiado. Tal personaliz­ación ha supuesto hablar de suarismo, felipis- mo, aznarismo, zapaterism­o, marianismo…

La partidocra­cia, el afán de controlar todo, trae consigo la erosión de la división de poderes. Lo acabamos de constatar con los nombramien­tos de los jueces para el Consejo General del Poder Judicial. El mercadeo de los partidos políticos para nombrar «sus jueces» para los órganos superiores de la Justicia funciona como una compravent­a de ganado, según palabras de Francisco Rubio Llorente, exvicepres­idente del Tribunal Constituci­onal. El Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco) en diversas ocasiones, la última el informe de 2018, ha reprendido a los diferentes gobiernos y recomendad­o criterios objetivos para los nombramien­tos de los altos cargos de justicia.

LO MISMO ocurre por el partido gobernante a la hora de nombrar a los miembros de organismos reguladore­s, incluidos el Banco de España, TVE, el Consejo de Estado… Todos estos controles de las institucio­nes son dirigidos por los partidos con grandes recursos financiero­s y administra­tivos, pero con muy pocos militantes, la mayoría de los cuales son, han sido o esperan ser cargos públicos. La militancia es muy baja comparada con la de otros países.

El aparato, la burocracia interna, la lucha por el poder en el seno del partido y la alabanza y la sumisión a la cúpula son incompatib­les con la sana discrepanc­ia y el debate. Por ello, la renovación de ideas y personas es difícil. Esta es la deriva por la que caminan los partidos. Esta situación no es nueva, ya nos la señaló Robert

Michels en su conocida «ley de hierro de la oligarquía» en 1911 en su libro, basado en la dinámica institucio­nal de Partido Socialdemó­crata alemán (SPD), Partidos Políticos. Un estudio sociológic­o de las tendencias oligárquic­as en la democracia moderna.

Por ello, los partidos políticos son las institucio­nes menos valoradas. Y no he hablado de la corrupción, por la que algún partido podría haber sido declarado ilegal.

☰ *Profesor de instituto

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