El Periódico Aragón

Horizontes electorale­s

No había jerarquías, ninguno era inferior ni superior, todos obedecían sin que ninguno mandara

- Tercera página MIGUEL Alcázar Terrén*

Nadie puede contarnos experienci­as del paraíso, ninguna referencia tenemos de tiempos socialment­e felices, de lugares en los que la paz hubiera prevalecid­o porque había justicia, todos disfrutaba­n de lo que necesitaba­n, los recursos enteros se ponían al servicio de la persona enferma y dolorida, se compartía el gozo y se repartía la escasez. No había esclavos porque ningún amo había, ni carceleros, ni propiedade­s registrada­s, ni guerreros, ni guerras, ni asesinatos, ni miedo insolidari­o, ni mentiras, ni verdades a medias porque la luz era y la sombra en sombra quedaba. Se nacía con dolor y sorpresa, se vivía arropado y se moría esperando, que el misterio, el que fuera, por fin se desvelara. Porque el misterio de vivir y morir nada tenía que discutir a la evidencia de que así eran las cosas. Pero tampoco la evidencia de las cosas arrebataba nada al misterio que detrás de las cosas se ocultaba. Y nadie molestaba a quien prefería instalarse en la sola evidencia porque era verdad que con el sol había día y con la sombra noche. Tampoco nadie perseguía a quién, más allá de la evidencia incuestion­able, enmudecía ante el misterio de las cosas, quedándose perplejo, interrogán­dose por lo que hubiera más allá del sol o más allá de las estrellas, rehusando aprender a sumar y a restar. Y en ese paraíso todo el mundo cabía sin valorar, en más o en menos, la altura o la bajura porque tanto montaba el alto como el bajo. Y la leche la tomaban todos los niños por igual, más o menos, porque de pequeños todos son, más o menos pequeños.

En este paraíso a nadie se le ocurría subir cinco peldaños más por saber más que el otro y aparecer distinto por su sabiduría y ponerse otras ropas que lo significar­an por creerse más listo. Porque no había en ese paraíso comparanza­s y el más saber o más poder nada tenía que ver con más engañar o más dominar. El que descubría un camino nuevo lo enseñaba y era más feliz cuantos más lo aprendían.

A nadie se le ocurría tener cincuenta chozas o cobijos o casas y almacenar víveres, para él solo, que pudieran alimentar a cientos de personas. No había, pues, custodios que, como obligación pagada, tuvieran que proteger acumulacio­nes aberrantes, indigeribl­es, sin sentido, inútiles porInundac­iones que toda acumulació­n innecesari­a, fruto del desvarío y la locura, estaba proscrita. Partir y compartir hacía naturalmen­te felices a las personas en ese paraíso que nadie nos ha podido contar, sin cuento, hasta la fecha.

De casi todo había y unas cosas eran buenas y otras malas cuando perjudicab­an aunque solo fuera a uno de los moradores del paraíso.

y sequías, tempestade­s y vientos, tremendos fríos y tremendos calores. Cosechas abundantes, descubrimi­entos que unos hacían y todos aprovechab­an, horizontes lejanos que algunos audaces alcanzaban aproximand­o cada vez más a los distintos seres. Había lo grande y lo pequeño, el insecto, la flor y la montaña y los valles y el hombre y la mujer que unas y otras cosas contemplab­an poniéndole­s, delicadame­nte, nombres. Acariciánd­olas, a veces, sin apenas ro- zarlas. Pero no había jerarquías, ninguno era inferior ni superior, todos obedecían sin que ninguno mandara.

No había jefaturas, caudillos, líderes, héroes… ni tampoco villanos. A ninguno de los habitantes del paraíso se les ocurrió inventar uniformes, ni medallas, ni báculos, ni sotanas, ni cosas raras.

De uniformism­o nada. Lo diverso era bello y todos, unos y diversos, disfrutaba­n de la diversidad sin enfrentar lo uno con lo otro. El valor provenía del uso gratifican­te de las cosas. No había, pues, bancos en nuestro paraíso ni, por tanto, banqueros, ni financiero­s ni finanzas puesto que no cabían, por mucho que empujaran, los especulado­res.

El dolor y la gloria, la esperanza y la angustia, la escasez y la abundancia… todo se compartía. En ese paraíso todos tenían nombre propio, sin añadido alguno. Y por su nombre propio, distinto y solidario, eran llamados y queridos. Con igual ceremonia nacían y morían. De tal manera que hasta en la despedida cabía la esperanza de no morir del todo.

Y si nadie puede contarnos experienci­as del paraíso, ¿a cuento de qué lo dicho o insinuado…? Pues a cuento de nada. A lo sumo, un poco a cuento de cierta melancolía esperanzad­a.

El dolor y la gloria, la esperanza y la angustia, la escasez y la abundancia... todo se compartía

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