Horizontes electorales
No había jerarquías, ninguno era inferior ni superior, todos obedecían sin que ninguno mandara
Nadie puede contarnos experiencias del paraíso, ninguna referencia tenemos de tiempos socialmente felices, de lugares en los que la paz hubiera prevalecido porque había justicia, todos disfrutaban de lo que necesitaban, los recursos enteros se ponían al servicio de la persona enferma y dolorida, se compartía el gozo y se repartía la escasez. No había esclavos porque ningún amo había, ni carceleros, ni propiedades registradas, ni guerreros, ni guerras, ni asesinatos, ni miedo insolidario, ni mentiras, ni verdades a medias porque la luz era y la sombra en sombra quedaba. Se nacía con dolor y sorpresa, se vivía arropado y se moría esperando, que el misterio, el que fuera, por fin se desvelara. Porque el misterio de vivir y morir nada tenía que discutir a la evidencia de que así eran las cosas. Pero tampoco la evidencia de las cosas arrebataba nada al misterio que detrás de las cosas se ocultaba. Y nadie molestaba a quien prefería instalarse en la sola evidencia porque era verdad que con el sol había día y con la sombra noche. Tampoco nadie perseguía a quién, más allá de la evidencia incuestionable, enmudecía ante el misterio de las cosas, quedándose perplejo, interrogándose por lo que hubiera más allá del sol o más allá de las estrellas, rehusando aprender a sumar y a restar. Y en ese paraíso todo el mundo cabía sin valorar, en más o en menos, la altura o la bajura porque tanto montaba el alto como el bajo. Y la leche la tomaban todos los niños por igual, más o menos, porque de pequeños todos son, más o menos pequeños.
En este paraíso a nadie se le ocurría subir cinco peldaños más por saber más que el otro y aparecer distinto por su sabiduría y ponerse otras ropas que lo significaran por creerse más listo. Porque no había en ese paraíso comparanzas y el más saber o más poder nada tenía que ver con más engañar o más dominar. El que descubría un camino nuevo lo enseñaba y era más feliz cuantos más lo aprendían.
A nadie se le ocurría tener cincuenta chozas o cobijos o casas y almacenar víveres, para él solo, que pudieran alimentar a cientos de personas. No había, pues, custodios que, como obligación pagada, tuvieran que proteger acumulaciones aberrantes, indigeribles, sin sentido, inútiles porInundaciones que toda acumulación innecesaria, fruto del desvarío y la locura, estaba proscrita. Partir y compartir hacía naturalmente felices a las personas en ese paraíso que nadie nos ha podido contar, sin cuento, hasta la fecha.
De casi todo había y unas cosas eran buenas y otras malas cuando perjudicaban aunque solo fuera a uno de los moradores del paraíso.
y sequías, tempestades y vientos, tremendos fríos y tremendos calores. Cosechas abundantes, descubrimientos que unos hacían y todos aprovechaban, horizontes lejanos que algunos audaces alcanzaban aproximando cada vez más a los distintos seres. Había lo grande y lo pequeño, el insecto, la flor y la montaña y los valles y el hombre y la mujer que unas y otras cosas contemplaban poniéndoles, delicadamente, nombres. Acariciándolas, a veces, sin apenas ro- zarlas. Pero no había jerarquías, ninguno era inferior ni superior, todos obedecían sin que ninguno mandara.
No había jefaturas, caudillos, líderes, héroes… ni tampoco villanos. A ninguno de los habitantes del paraíso se les ocurrió inventar uniformes, ni medallas, ni báculos, ni sotanas, ni cosas raras.
De uniformismo nada. Lo diverso era bello y todos, unos y diversos, disfrutaban de la diversidad sin enfrentar lo uno con lo otro. El valor provenía del uso gratificante de las cosas. No había, pues, bancos en nuestro paraíso ni, por tanto, banqueros, ni financieros ni finanzas puesto que no cabían, por mucho que empujaran, los especuladores.
El dolor y la gloria, la esperanza y la angustia, la escasez y la abundancia… todo se compartía. En ese paraíso todos tenían nombre propio, sin añadido alguno. Y por su nombre propio, distinto y solidario, eran llamados y queridos. Con igual ceremonia nacían y morían. De tal manera que hasta en la despedida cabía la esperanza de no morir del todo.
Y si nadie puede contarnos experiencias del paraíso, ¿a cuento de qué lo dicho o insinuado…? Pues a cuento de nada. A lo sumo, un poco a cuento de cierta melancolía esperanzada.
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El dolor y la gloria, la esperanza y la angustia, la escasez y la abundancia... todo se compartía